14º Domingo Ordinario - A

jueves, 26 de junio de 2008
6 Julio 2008

Zacarías: Mira a tu rey que viene a ti modesto.
Romanos: Si con el espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
Mateo: Soy manso y humilde de corazón.


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Juan García Muñoz.

1 comentarios:

Anónimo at: 26 junio, 2008 22:32 dijo...

YO OS ALIVIARÉ (Mt 11,25-30)

Ante el mensaje de Jesús -hoy como ayer- caben muchas posturas. Las ciudades ribereñas del mar de Galilea habían oído sus palabras y habían visto sus milagros, pero no creyeron en él. El texto que precede a estas palabras de Jesús es un vaticinio de dolor, un anuncio de futuras desventuras, por la dureza de corazón de sus habitantes. Es la postura del que ni oye razones ni quiere ver signos.

El contrapunto de esa postura aparece en estas palabras de Jesús. Lo primero que aparece es una bendición, acción de gracias porque los sencillos han comprendido el anuncio y se han dejado impactar por el signo. El Señor del cielo y de la tierra -sólo en este lugar se llama así a Dios-, el Todopoderoso, se ha manifestado a la gente humilde, a los hombres de corazón sencillo. Dios siente debilidad por aquellos a los que el mundo menosprecia y, en caso de conflicto, se pone de su parte. Frente a ellos los sabios y entendidos se quedan vacíos y sin nada. María, en el Magnificat, canta lo mismo: “Derriba a los poderosos y exalta a los humildes... Colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”. En el hombre que está lleno de sí mismo no hay lugar para Dios... ni para los demás. Quien tiene la mente atiborrada de seguridades no tiene espacio para la verdad. Sólo el vacío deja entrever lo esencial. Hablamos del conocimiento de Dios que no es conquista humana, sino revelación divina. No es mérito, sino don conocer al Dios verdadero. Porque el conocimiento del que aquí se habla no es entendimiento y comprensión, sino vivencia, es más amor que ciencia, más bondad que verdad. Por eso sólo el Hijo de Dios puede revelarlo.

Las últimas palabras, dirigidas a la gente que le escuchaba, son las más consoladoras del Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis rendidos de la lucha y angustiados, que yo os aliviaré... Yo seré vuestro descanso”. Hay quienes entienden el cristianismo como una religión de sacrificio que exige al hombre continua renuncia. Es como si hubieran hecho del dolor el dogma supremo del mensaje de Jesucristo. No es dolor sino amor lo que ocupa el núcleo de su enseñanza. Más aún: la superación del dolor por el amor. Por eso puede decir: “Aprended de mi... Mi yugo es ligero”. La fe cristiana nunca puede ser una carga agobiante, un yugo que hiere con el roce. Quien lo vive así no ha entendido de qué va la cosa. Cuando se acepta el mandamiento de Jesús, la carga es una fuente de consuelo y de apacible serenidad. La fe en Cristo no elimina el dolor de la vida ni el sinsabor de la dificultad o el fracaso, pero fortalece el ánimo y da cordura para afrontarlos sin que el corazón y la bondad esencial se resientan. Se hace frente a todo con la fortaleza que dan la mansedumbre y la humildad. Todo el que ama de modo verdadero se eleva interiormente y se serena. El miedo y sus sombras -el resentimiento y el odio- llenan el ánimo de agitación y amargura.