23º Domingo Ordinario - A

lunes, 1 de septiembre de 2008
7 Septiembre 2008

Ezequiel: A ti hijo de Adán, te he puesto de atalaya.
Romanos: A nadie le debáis nada más que amor.
Mateo: La corrección fraterna.


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Juan García Muñoz.

1 comentarios:

Anónimo at: 01 septiembre, 2008 18:07 dijo...

SI TU HERMANO PECA (Mt 18,15-20)

La condición histórica del ser humano hace que éste, aún estando llamado a realizarse plenamente y, por tanto, a alcanzar la perfección, con frecuencia deje que desear en su conducta y se enrede en las trampas del mal. Vivir es caminar y caminar supone cansancio, suciedad, equivocaciones y tropiezos. Jesucristo, cuando crea el grupo de los discípulos, les pone como ideal la perfección, pero sabe que la imperfección les rondará en todo momento. Por eso establece un modo de actuar con el pecador según criterios bien precisos.

En primer lugar -dice- hay que acercarse a él. El libro del Levítico estableció que no se debe aborrecer a nadie, sino que hay que corregirle para no ser cómplice de su pecado. Muchos, ante la falta ajena, optan por el desprecio y la murmuración -que es cosa más propia de espíritus mezquinos que de corazones nobles-. Jesús establece una norma que brota de la fraternidad: quien conoce la falta y no hace nada, incurre en culpa y es responsable, en cierta medida, del pecado del otro. La corrección ha de hacerse a solas y en privado porque el objetivo no es humillar a nadie sino salvar al hermano y hacerle retornar al buen camino. El primer paso, por tanto, lo da la caridad.

Pero puede ocurrir que el otro no atienda razones ni advertencias y se empecine en su pecado. En ese caso hay que darle una nueva oportunidad. Según la ley, sólo era válido el testimonio coincidente de dos testigos. Si la llamada del amor no ha sido oída, entonces hay que recurrir a la razón jurídica. La corrección se hace por exigencia de la justicia. Es así como se estrecha el cerco en torno al pecador.

Si la anterior medida no surte efecto y el pecador no se corrige, entonces ya es un asunto público y debe ser la comunidad en pleno, reunida en asamblea, la que trate el asunto y haga una amonestación abierta y firme. Si tampoco atiende esa voz, debe ser considerado un extraño porque quien rechaza la mano que ofrece ayuda se sitúa fuera de la comunión y de la fraternidad. Resulta dura la medida con el pecador impenitente, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que ha ido precedida por acciones emanadas del amor y de la justicia y que, a la postre, sólo es reconocer y hacer pública una decisión personal.

De todas formas -y esta es la segunda norma- la decisión no es definitiva. Las palabras que siguen reconocen a la Iglesia el poder de atar y desatar indicando con ello que las puertas -las de la Iglesia y las del cielo- siempre están abiertas al pecador arrepentido. En el curso de la vida nada es definitivo. Mientras es de día, las puertas permanecen abiertas -para entrar y para salir-. Sólo se cierran cuando llega la noche. La última norma recoge el espíritu de donde brota lo anterior: la unidad de los hombres es garantía de la presencia de Dios en medio de ellos.