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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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RESUCITÓ (Jn 20,1-9)
La fe cristiana arranca de la resurrección de Cristo. Sin este hecho, no habría pasado de ser un profeta más o un renovador religioso. Otra cosa es el modo de explicarla, que depende de la antropología y filosofía de la que se parta. De todas formas es un asunto de fe, lo que significa que, por muchos argumentos a favor o en contra que uno encuentre, al final, es una opción personal que condiciona el modo de entender la existencia propia y ajena. Esto no significa que la fe sea irracional como algunos dicen. Es que no puede ser consecuencia de un razonamiento. Pero ¿dónde está escrito que la medida de la verdad y el criterio de la realidad sea la capacidad de comprensión y conocimiento del hombre?
Una cosa sí es cierta: a lo largo de la historia son muchos los hombres y mujeres que han encontrado en la resurrección de Cristo el elemento clave para encontrar un sentido a su vida. La Magdalena, Pedro, Juan y todos los demás, no creyeron en la resurrección porque alguien les demostró con sabios argumentos la consistencia de esta doctrina, sino porque se encontraron con Jesús vivo tras su muerte y, a partir de ese momento, sus vidas cambiaron por completo. La fe en la resurrección, por tanto, no es algo que se demuestra, sino algo que se muestra. Nadie tiene que probar nada. Lo único que cabe es expresar lo que se ha vivido.
Pero, junto al hecho histórico, está el sentido místico de la misma. La resurrección no es sino el lado luminoso de la Pascua, cuyo lado oscuro fue la muerte. “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Esto significa que nada humano que acaba, acaba completamente. Todo acabamiento es el comienzo de una nueva realidad. Cuando se siembra un grano de trigo, lo que brota no es el mismo grano, pero toda la espiga estaba contenida virtualmente en él. Es la fuerza de la vida lo que hace que algo pequeño e insignificante alcance tal plenitud.
Así es en los individuos y así es en las colectividades. Por eso, aunque a veces la muerte nos golpee cruelmente y sean unos hombres los causantes del dolor, la fe en la resurrección nos permite mirar más allá del horizonte y conservar la esperanza de un mundo mejor. Así ha sido, así es y, desgraciadamente, así será. Hasta que le llegue la muerte a la Muerte y una nueva humanidad habite sobre una tierra nueva, bajo un cielo nuevo que nunca verá la noche.
Ése es el significado de los cientos de lámparas que, día y noche, han brillado en Atocha por la muerte, innecesaria e injusta de casi doscientos seres humanos, por el sufrimiento, innecesario e injusto, de más de mil quinientos seres humanos. Sus autores tal vez quisieron acabar con la esperanza, pero sólo lograron que brillara más intensamente.
Ése es el también el sentido del grito cristiano de la Pascua: ¡Aleluya! ¡El Señor ha resucitado!
JESÚS ENSEÑÓ, AL RESUCITAR, QUÉ ES LA MUERTE
La Resurrección de Jesús impactó a sus seguidores, aunque Él ya lo había anunciado. María Magdalena fue la primera sorprendida cuando encontró el sepulcro abierto, comprobó que no estaba el cuerpo de Jesús y fue a comunicar a los discípulos lo ocurrido.
Pedro acudió corriendo acompañado de Juan y también se sorprendió al ver la escena y no comprender lo que veía pero Juan sí la comprendió porque recordó que Jesús les comunicó “que resucitaría” e interpretó lo ocurrido como el cumplimiento del anuncio, que era Hijo de Dios, dónde estaba, el verdadero sentido de su muerte y creyó en Él.
Pedro y los otros lo interpretaron como un fracaso y el fin del proyecto anunciado, no creyeron y se escondieron.
Pagola nos ayuda a comprender a Jesús resucitado interpretando los encuentros que tuvo con los discípulos: [Jesús es el mismo, pero no el de antes; se les presenta lleno de vida, pero no le reconocen de inmediato; está en medio de los suyos, pero no lo pueden retener; es alguien real y concreto, pero no pueden convivir con él como en Galilea. Sin duda es Jesús, pero con una existencia nueva.].
¿Qué regaló Jesús a los discípulos con esa nueva forma de relacionarse?
La oportunidad de comprender el verdadero sentido de la muerte, que no es el final y después nada, sino el premio por llevar una vida digna y comprometida con los problemas del necesitado… ¡La salvación prometida?
¿Nos apuntamos?
Pedro lo hizo cuando comprendió a qué vino Jesús, entonces creyó, cambió y, sin miedo, salió del escondite, proclamó de Él las cosas buenas que hizo, que lo crucificaron como si fuera un malhechor y que resucitó. Afirmó que ellos fueron testigos de haber convivido con Él después de resucitar, que les dio el encargo de predicar para dar testimonio de lo visto y oído y que por ello afirmaba que Jesús, al ser juez de vivos y muertos, perdona a quienes creen en Él.
Pablo aconsejaba que cambiaran, abandonaran la lucha que les hacía acumular lo perecedero y siguieran el camino que Jesús enseñó al rescatarnos del pecado con el perdón, el que lograremos si trabajamos practicando el amor universal, la justicia y la solidaridad.
ELEGIR LA VIDA
En tiempos de oscuridad, incertidumbre y temor, como los nuestros, donde campan a sus anchas, o parecen hacerlo, los poderosos sin escrúpulos ni conciencia, se hace necesario elegir la vida.
Se habla de esta época como de una que ha de dar paso a aún no sabemos qué, pero algo distinto, nuevo, diferente a lo conocido. Eso nos pone ante la disyuntiva de mirar al futuro con esperanza o con miedo; de elegir la vida o la muerte.
Los signos de vida, como brotes verdes pequeñitos, tiernos y endebles están ahí, para quien quiera y pueda verlos. Los de muerte resultan siempre más evidentes y se antojan amenazadores y poderosos, como colosos destructores que arrasan todo a su paso. ¿Qué hacer para reconocer unos y otros?
Vida y muerte nacen y crecen dentro de nosotros mismos, y ahí se desarrollan o apagan. Si las dejamos brotar una u otra irradiarán allí donde estemos y serán testigos de lo que atesora nuestro corazón.
María la Magdalena, urgida y empujada por el amor de madrugada fue incapaz, a pesar de todo, de reconocer el más mínimo signo de vida en el sepulcro. Presa de la oscuridad y la desesperanza buscaba a un muerto, y no encontrarlo la llevó a creer en su desaparición.
Pedro vio los mismos signos que Juan, que le dejó pasar primero a pesar de haber llegado antes al sepulcro, pero no creyó como el discípulo amado.
Elegir la vida supone desarrollar una mirada contemplativa para ser capaz de reconocerla allí donde, aparentemente, solo hay desolación y esterilidad. Implica ahondar en el propio corazón y adentrarse en la espesura que oculta lo más nuclear de nosotros mismos: un ser resplandeciente de luz y vida eterna, capaz de Dios.
Para ello es necesario desandar el camino que lleva al ego, potente y destructor, engendrador de muerte, y salir el encuentro de los otros en actitud de servicio, de reconocimiento de todo lo bueno y bello que atesoran. Es necesario entregar la vida, como Jesús, con el convencimiento de que solo desde ahí podremos recuperarla, renovada y transformada.
Elegir la vida es tarea de todos los días y de todos los momentos, buenos y malos, propicios o desafortunados. Y dará alas a la esperanza, la paciencia y la constancia. Porque merece la pena.
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