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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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SERVIR Y ESCUCHAR (Lc 10,38-42)
La hospitalidad era un deber sagrado en la antigüedad. Así estaba escrito en la Biblia: “Cuando un emigrante se establezca con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. Lo amarás como a ti mismo porque emigrantes fuisteis en Egipto” (Lv 19,33-34). El texto es antiguo, pero conserva toda su lozanía y es de plena actualidad. Nosotros fuimos en otro tiempo un pueblo de emigrantes. Hoy somos un pueblo que recibe emigrantes. Debido a ello empiezan a aparecer en algunas posturas o ideas que creíamos ajenas a nuestra cultura o pertenecientes a un tiempo ya pasado. Por desgracia, la hospitalidad, como tantos valores, ha caído y quedado reducida a un deber de cortesía que sólo obliga con los familiares más allegados y los amigos.
La estancia de Jesús en casa de Lázaro –al margen del sentido teológico del relato– es una lección de hospitalidad y de buenas maneras. Marta y María representan dos posturas ante el Maestro y dos actitudes ante el huésped –y el extranjero–: la escucha y el servicio.
Escuchar al huésped para conocer su mundo –el mundo del que viene y el mundo que encierra en su interior– es la primera característica de un buen anfitrión. En esa escucha atenta y abierta está el mejor medio para el enriquecimiento mutuo entre los individuos y los pueblos. El miedo, la desconfianza y el menosprecio constituyen su mayor impedimento. El complemento de la escucha es el servicio que no es sino la acogida activa, eficaz, comprometida. Lo contrario de la misma es el rechazo o el desinterés. Jesús defendió y predicó el valor de la hospitalidad y lo consideró un criterio para juzgar la rectitud de corazón humano: “Fui extranjero y me recogisteis” (Mt 25,36).
Es sorprendente –aunque tiene su lógica– que, en unos aspectos, vayamos hacia la planetización de la vida y a la convergencia de intereses, mientras que, en otros, nos movemos, con paso apresurado, hacia el particularismo. Ahí está –por ejemplo– el proceso de unificación de Europa y el auge de los movimientos nacionalistas. Sociólogos y antropólogos tendrán que explicarnos por qué. El problema –según creo– es ver las cosas como oposición, porque esto lleva a la lucha y al enfrentamiento. La solución está en verlas como polos complementarios: sólo se puede construir la unidad desde la diversidad y el pluralismo. Sólo respetando las diferencias se puede construir un mundo solidario y unido. Lo contrario es totalitarismo.
Ante el fenómeno de la inmigración y el resurgir de los nacionalismos sería bueno aprender la lección que se nos da en casa de Marta y María. Necesitamos escucharnos tanto como ayudarnos. Si cada uno permanece encerrado en su castillo, con los cañones apuntando al castillo vecino, nunca viviremos en paz.
ESCUCHAR A DIOS Y SER HOSPITALARIOS
La comunicación entre Dios y las personas siempre existió, lo que cambió fue la forma de manifestarse y nuestras respuestas.
Abraham, un hombre con fe que no fallaba al Señor, fue probado cuando tres personas visitaron su casa. Él salió a su encuentro, les dio la bienvenida, los acogió sentándolos en su mesa, los sirvió y estuvo pendiente de sus necesidades. Ellos, como comprobaron su gran bondad y hospitalidad, antes de despedirse se identificaron al anunciarle que tendría un hijo.
Esta escena muestra cómo nos prueba el Señor, cómo escucha a quienes cumplen y cómo ayuda.
Años después, Jesús y sus acompañantes visitaron la casa de Marta y María, ellas los acogieron y no les importó incumplir la tradición que había de no ser hospitalarias con los hombres, lo hicieron porque Dios así lo deseaba.
Lo hecho prueba que las personas respondemos, ante los mismos temas, de manera diferente… ¿Por qué?
Porque la información recibida no es la misma, porque las interpretaciones que hacemos son distintas o porque las acomodamos a nuestras conveniencias.
Marta dio prioridad a la hospitalidad, que no les faltara nada, pero María sólo se preocupó de escuchar las enseñanzas de Jesús.
Ambos comportamientos fueron buenos porque nos proponen reflexionar sobre qué es lo principal y qué es lo secundario. Las enseñanzas de Jesús eran más importantes que alimentarse porque sus palabras había que escucharlas en aquel preciso momento pero los alimentos sí podían tomarse después.
En nuestros tiempos nos hemos alejado de esos puntos de partida sensatos porque nos preocupamos sólo de acumular materialidad a costa del prójimo, lo perecedero, y dejamos a un lado las cosas de Dios para retomarlas cuando nos acordamos o estamos aburridos.
Pablo, ejemplo de cambio y entrega, escribió estando preso a la comunidad para mostrarles la cara del sufrimiento, no tomarlo como una desgracia sino como la oportunidad que se nos ofrece con él: Tener resignación, confianza y fe en Dios… ¿Por qué?
Porque quienes escuchan las enseñanzas de Jesús, y las meditan, cambian y dan ejemplo.
Él lo hizo y por eso se mostraba contento, pues, aunque le había ocasionado unas dolorosas consecuencias físicas, había aceptado con resignación el sufrimiento al comprender que había contribuido a que la Iglesia continuara la labor de Jesús para poder ser el faro que nos guíe y nos haga no perder la esperanza de estar junto a Él.
También les recordó que todos debían remar en la misma dirección si querían poner en práctica el plan que Dios comunicó a los hombres por mediación de Jesús.
Ahora, nuestro camino es cooperar con la Iglesia esperanzados, actuando con ejemplaridad y sin olvidar que si Jesús sufrió ahora también toca sufrir a sus miembros.
CONTEMPLACIÓN
El pasaje donde se nos narra la cariñosa reconvención de Jesús a Marta y su reconocimiento a María ha hecho correr, desde hace siglos, ríos de tinta y multitud de interpretaciones. La misma Santa Teresa exhortaba, en los escritos dirigidos a sus hijas, las carmelitas, que todas habían de ser, a la vez, Marta y María. De todas formas, es innegable la alabanza de Jesús a María en su actitud contemplativa, al definir esta como “la mejor parte”.
¿Qué es lo que destaca Jesús de María? Su actitud embelesada de escucha, su saber estar a sus pies, acogiendo simplemente sus palabras y escogiendo esta manera de permanecer a su lado, privilegiando la escucha a la actividad, también necesaria.
Todo seguidor de Jesús está invitado a la contemplación. Una forma de oración que nace, crece y se desarrolla en el silencio interior, en la escucha atenta del Señor y su Palabra allí donde se manifiesta: en la liturgia del templo y en la naturaleza, en plena calle o en el propio domicilio, en soledad o en medio del bullicio. Porque la contemplación se expande hasta llevar a una vida contemplativa que no es, necesariamente ni siempre, propia solo de las monjas y monjes.
Santa Teresa quería que sus hijas fueran contemplativas, claro. Pero apuntaba varias condiciones sin las que, para ella, es imposible serlo. La primera, les escribía, es amor de unas con otras. La segunda, desasimiento de todo lo criado. Y la tercera, verdadera humildad.
El amor de unas con otras, es decir, entre quienes conviven o con quienes más roce hay, es fundamental para una vida orante, contemplativa. Y es que el amor a los demás es el termómetro de nuestro amor a Dios, como bien enseña San Juan, al fundamentar la vida de fe en el mandamiento del amor fraterno. Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios al que no ve. No caben interpretaciones.
El desasimiento se refiere al desapego de los bienes, a la austeridad de vida, al vivir sencillamente para que otros, sencillamente, puedan vivir. La oración no cabe en un corazón lleno de materialismo, ocupado y preocupado por sus posesiones, pocas o muchas; por sus ansias de tener, de adquirir, de consumir lo que sea. Por su afán de controlar o dominar a los otros, de prevalecer, de sobresalir y destacar. El desasimiento define a un yo descalzo y desnudo, libre para volar, ligero de equipaje.
Y la humildad, que Santa Teresa define como “andar en verdad”, es fundamental para el conocimiento propio, sin el cual, para la santa, no hay verdadera oración. La humildad nos mantiene anclados a la realidad, la nuestra y la que nos rodea. Y esa realidad, y solo ella, está habitada por Dios. La humildad nos libra de la opresión y la manipulación descarada del yo, porque lo mantiene en su lugar, que es el último. Nos libra de la vanagloria y el zarandeo del egoísmo. Nos mantiene en paz y alegres, en la aceptación amorosa de quienes somos.
Quien alcanza el don de la contemplación, porque todo lo anterior es para disponerse a recibirlo, sabe que ha escogido la mejor parte, y que nadie se la quitará.
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