Isaías: De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
Romanos: Daos cuenta del momento en que vivís.
Mateo: Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre.
Romanos: Daos cuenta del momento en que vivís.
Mateo: Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre.
Descargar Evangelio del 1º Domingo Adviento - A.
Juan García Muñoz.
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ESTAD EN VELA (Mt 24,37-44)
Comienza el Adviento con un texto inquietante por la meta a la que apunta: la Navidad. Es ésta la fiesta en la que los cristianos celebramos el nacimiento de Jesucristo y los textos de la liturgia apuntan a la necesidad de velar y prepararse debidamente porque su primera venida, anticipo de todas sus venidas, fue misteriosa, desconcertante e inquietante. Misteriosa por el significado que tiene para nosotros: es la presencia en el mundo de un Dios que, cuando quiso y porque quiso, decidió nacer, vivir y morir como hombre; desconcertante por la apariencia: se muestra de un modo pobre y humilde; e inquietante porque nos advirtió que volvería de muchas formas y corremos el peligro de no reconocerle.
Los textos evangélicos nos ponen en guardia ante el peligro de no ver al Señor que llega encarnado en aquellos que son su presencia viva en medio de nosotros. No en vano la última parte del discurso al que pertenece este texto recoge la parábola de los talentos –“¿Qué habéis hecho con los dones que os he entregado?”– y el juicio final –“Tuve hambre y me disteis de comer...”–. El Dios que vino en forma humana sigue saliendo, cada día, a nuestro encuentro y hace falta tener los ojos y los oídos bien abiertos para reconocerlo en un niño recostado en un pesebre. Esa es la llamada que se nos hace en este primer domingo. Se trata de despertar del letargo para que no nos ocurra como a los contemporáneos de Noé, que no supieron comprender el momento en que vivían. Porque de eso se trata: de descubrir el significado del momento presente. Lo que viene, no es un diluvio de muerte, sino una inundación de vida y de amor. El riesgo es no darse cuenta y permanecer atrapados en el temor.
El misterio para el que nos preparamos es el misterio original de cristianismo: el misterio de la Encarnación. Su importancia es tal que, sin él, no puede entenderse la idea de Dios que predicó y encarnó en su vida Jesucristo –el Eterno y Misericordioso que se reviste de humanidad y de humildad–, su idea de hombre –el mortal revestido de divinidad y de dignidad– y su visión de la existencia, de la historia y del mundo –el lugar en el que ese Dios humilde y ese hombre divinizado se encuentran como un padre y un hijo–.
Si los creyentes no somos capaces de reconocer al Señor que llega humildemente, revestido de miseria y hasta de pecado, entonces es que hemos olvidado las enseñanzas del Maestro. Si no somos capaces de escuchar su voz en la miseria de nuestro tiempo, tampoco la oiremos en la grandeza de los libros que la conservan. El evangelio de este primer domingo, cuando nos advierte de la necesidad de vigilar, no se refiere a que nos encerremos en las iglesias para escuchar sus hermosas palabras, sino a que salgamos a los caminos, a las calles y a las plazas para verle y oírle porque es ahí donde está gritando y donde quiere se oído. Abrir bien los oídos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo a los que sufren, porque es Dios quien habla en ellos: esa es la llamada.
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