Isaías: La gloria del Señor amanece sobre ti.
Efesios: Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos de la promesa.
Mateo: Venimos de Oriente a adorar al Rey.
Efesios: Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos de la promesa.
Mateo: Venimos de Oriente a adorar al Rey.
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Juan García Muñoz.
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CUANDO EL CIELO SE ABRE (Mt 3,13-17)
El bautismo de Jesús cierra el ciclo de la Navidad, como un domingo puente entre la infancia y el ministerio del Mesías. Juan preparó la acogida del Esperado predicando la purificación del pecado, la vuelta a Dios y el cambio de costumbres. Sus seguidores eran sumergidos en las aguas del Jordán para simbolizar –mediante el lavado del cuerpo– una limpieza más profunda: la del corazón. Jesús acudió como uno más, no porque necesitara el bautismo, sino por lo que iba a ocurrir a continuación: el cielo se abrió y descendió sobre él el Espíritu, al mismo tiempo que una voz le señalaba como el Hijo amado.
Ese fue el comienzo de un período de tiempo breve –apenas tres años–, pero intenso porque cambió el curso de la historia. Jesús de Nazaret mostró a sus contemporáneos el rostro de Dios, un rostro hasta entonces imaginado –como poderoso, señor, santo y justo– y desde entonces contemplado -como padre misericordioso–. El cielo se abre y el Espíritu desciende cada vez que un hombre toma conciencia de su dignidad de hijo amado y ve, con esos mismos ojos, a cada uno de los que encuentra en su camino. Esa es la novedad –la Buena Noticia– de Jesús de Nazaret.
El problema es si hoy los hombres están abiertos a esa lluvia de gracia o, por el contrario, prefieren vivir atrapados en sus miedos y obsesiones. Es tarea de los creyentes anunciar que el Dios al que se teme no existe porque el que existe es un Dios que ama y donde hay amor no hay temor. El cielo se abre y el Espíritu baja, no para fiscalizar la vida de los hombres y sembrar el mundo de inquietud, sino para llenar de paz el corazón humano y despertar en él sentimientos de bondad.
Hace poco años que hemos cerrado un siglo lleno de contrastes y muchos miran hacia atrás con pena porque son graves los problemas que deja en herencia al siglo XXI. Por ello, hoy más que nunca, es necesario señalar el horizonte hacia el que caminamos con el dedo de la esperanza e invitar a todos a la digna tarea de construir un mundo nuevo y mejor. Ya va siendo hora de que alguien se ponga a derribar las vallas que nos dividen y enfrentan. La mano derecha tiene que comprender que necesita a la izquierda y la izquierda, a la derecha; que no son opuestas, sino complementarias y que, por ello, ambas son necesarias. Este siglo debe ser el siglo del entendimiento y la colaboración. Lo cual sólo es posible con un corazón nuevo. Necesitamos que el cielo se abra de nuevo y que baje el Espíritu sobre cada hombre para que, al descubrir la propia dignidad y la dignidad del otro, construyamos entre todos –desde las diferencias que nos complementan y enriquecen– un mundo más humano, un mundo de hermanos.
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