Isaías: Colgaré de su hombro la llave del palacio de David.
Romanos: Él es origen, guía y meta del universo.
Mateo: Tú eres Pedro y te daré las llaves del reino de los cielos.
Romanos: Él es origen, guía y meta del universo.
Mateo: Tú eres Pedro y te daré las llaves del reino de los cielos.
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Juan García Muñoz.
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EL PESO DE LA LIBERTAD (Mt 16,13-20)
No era mala la opinión de la gente sobre Jesús: para unos se trataba de Juan Bautista revivido; para otros era el profeta Elías, quien, según la tradición, vendría como precursor del Mesías; había quienes lo equiparaban a Jeremías, uno de los más grandes profetas, cuya vida dio lugar a numerosas leyendas. Para la gente no era evidentemente un cualquiera. Sus enemigos, por el contrario, veían en él un enviado de Belcebú. A pesar de todo y aun siendo buena la opinión de la mayoría, no era suficiente. Por eso Jesús pregunta abiertamente a los suyos: ¿Qué pensáis de mí? ¿Cómo me veis vosotros? Pedro, en nombre del grupo, responde: “Eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Son tres posturas ante Jesús: rechazo, aprecio y fe. Las mismas que hoy se observan en muchos. Unos rechazan la figura del Maestro y consideran sus enseñanzas una amenaza que se debiera erradicar; otros valoran esas enseñanzas y lo ven como un gran reformador religioso de la antigüedad, como Buda o Mahoma; y luego están los que creemos en él como Mesías e Hijo de Dios. Y es que, ante Jesús, no cabe la indiferencia. Su mensaje sobre el hombre, sobre la vida y sobre Dios obliga a tomar postura.
Tras oír la respuesta de Pedro, Jesús tiene unas palabras de aprobación que son a la vez una aclaración: el conocimiento de la naturaleza y de la dignidad de Jesús viene de lo alto, es un don del cielo que acogen los sencillos y permanece oculto a los entendidos. Ciertamente la fe supone un corazón sencillo, pero no es un acto sencillo porque se trata de confiar en alguien que no parece lo que es y de fiarse de su palabra cuando habla de lo que no está al alcance de los sentidos y de la experiencia. ¿Cómo saber que es cierto que Dios nos quiere bien y que no nos va a tratar como un juez severo? ¿Cómo se puede amar al enemigo? ¿Por qué vamos a perdonarlo? ¿Quién garantiza que todo el que cree en él, aunque muera, vivirá?
Al final sólo queda tomar postura y vivir en consecuencia. Creer es una opción personal, lo mismo que no creer. Ambas opciones implican el riesgo de equivocarse y no se puede decir que ninguna sea más legítima o lógica que la otra. Toda postura que implica una opción supone libertad y es, por ello, igualmente respetable. Cuando se olvida esto, se cae en el fanatismo: el del no creyente -que se cree superior y menosprecia a los creyentes atrapado en el error de creer que lo humano, lo racional y lo lógico es la increencia- y el del creyente -que cree servir a Dios destruyendo a los infieles-. La razón es bien simple: cuando el pensamiento se convierte en un absoluto, genera intolerancia. Creyentes y no creyentes, si son intelectualmente honestos, saben respetar y valorar la opción del contrario, porque ambos son conscientes de la responsabilidad de su opción y sienten el peso de la libertad.
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