34º Domingo Ordinario - C

sábado, 13 de noviembre de 2010
21 Noviembre 2010

2 Samuel: Todos los ancianos de Israel ungieron a David como rey.
Colosenses: Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Lucas: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.


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Juan García Muñoz.

2 comentarios:

Paco Echevarría at: 13 noviembre, 2010 21:25 dijo...

LA UTOPÍA DEL REINO (Lc 23,35-43)

La predicación de Jesús se reducía a una sola cosa: “El reino de Dios está cerca”. No se refería, evidentemente, a que Dios iba a instaurar una teocracia sobre la tierra –“Mi reino no es de este mundo” dice en otro momento–, sino al cumplimiento de su voluntad, que no es otra que el bien del ser humano, su mejor creación, su obra más perfecta. Y habla así porque, en su tiempo –y en el nuestro– las cosas no eran de esa manera. La vida social estaba organizada de manera que entre los humanos no existía la armonía que el Creador había previsto: mal uso del poder por parte de las autoridades que, en vez de ocuparse de la defensa de los débiles, servían a sus intereses personales o de grupo; profundas diferencias sociales debido a que, mientras unos nadaban en la abundancia, otros se ahogaban en la miseria; marginación social y religiosa de quienes eran considerados indignos; desprecio del pobre o del enfermo como un ser olvidado de Dios; etc.
Él propone un modo de vivir alternativo en el que los que manden se dediquen al pueblo; en el que los fuertes empleen su fuerza en servir a los débiles; en el que nadie carezca de lo necesario porque los que poseen bienes no se dejan atrapar el corazón por ellos, sino que prefieren compartir; en el que nadie se sienta extraño porque todos tienen conciencia de que son hermanos, hijos del mismo Padre... Un mundo así es –a su juicio– un mundo feliz. Y no duda en decirlo abiertamente: “Dichosos los pobres de espíritu, dichosos los pacíficos, los misericordiosos...”.
Las bienaventuranzas constituyen el programa de vida de los ciudadanos de ese reino. La primera de ellas señala la actitud básica: la del pobre de espíritu, que no es sino aquel que sólo tiene un absoluto: Dios. Todo lo que el mundo busca y adora –riqueza, poder, fama, éxito...– no tiene para él ningún valor. Sólo es importante el amor, la verdad y la paz.
Evidentemente estamos ante la utopía. Nunca han sido así las cosas y dos mil años parecen un tiempo razonable para comprobar la eficacia y el realismo de su doctrina. Pero no se olvide que la utopía no es un imposible, sino un ideal –aún lejano– hacia el que se camina. Necesitamos la utopía para no ahogarnos en la desesperación. Esa es la fuerza de las palabras que el crucificado dirige a quien –crucificado con é– le suplica que no lo olvide: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Quien lucha por el ideal de un mundo más fraterno, más justo y más feliz puede ciertamente decir: “Estoy a las puertas del paraíso”. Porque cada esfuerzo que hace por el Reino es un paso hacia la utopía.
Tal vez sea éste el principal reto que se nos plantea a los creyentes en Jesucristo en los –todavía– umbrales del tercer milenio: creer en la utopía, construirla convencidos de que es posible, caminar hacia ella. En definitiva: darle una oportunidad real al Evangelio.

Maite at: 16 noviembre, 2010 16:12 dijo...

Celebramos la fiesta de Cristo Rey. Pero ¿reconocemos a nuestro rey en este ajusticiado que no mueve a compasión, sino que suscita las burlas y muecas de quienes le contemplan? ¿Qué rey es éste que salvó a otros y no puede ahora bajar de la cruz y llamar a sus ejércitos en su defensa? Si hasta otro condenado escupe su rabia contra él...

Pero un tercer ajusticiado ve en este rey, que no lo parece, algo diferente. No le tienta, no le insulta e increpa al de la otra cruz: “lo nuestro es justo, recibimos el pago de lo que hicimos.” ¿Por qué estando en el mismo suplicio este despojo de hombre, carne de cruz, no ve lo mismo que los demás? ¿Qué luz se ha encendido en su alma, que le mantiene en calma, y agudiza su vista, y no lanza improperios ni denuestos por su boca? ¿Por qué la rabia y el dolor, y la impotencia y la desesperación no le atenazan como al otro? Si hasta llama por su nombre a este rey de la miseria humana, a este fracasado que pasó por la vida salvando, y le habla de su reino. Pero ¿merece la pena ser súbdito de este reino al revés, de este rey? “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Maite