4º Domingo Ordinario - A

viernes, 21 de enero de 2011
30 Enero 2011

Sofonias: Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor.
1 Corintios: Dios ha escogido lo débil del mundo.
Mateo: Bienaventuranzas.


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Juan García Muñoz.

2 comentarios:

Paco Echevarria at: 21 enero, 2011 01:35 dijo...

SOBRE LA FELICIDAD (Mt 5,1-12)

El Sermón de la montaña comienza con ocho máximas, que señalan el camino hacia la felicidad, es decir, hacia la vida. La primera es la pobreza de espíritu, que no consiste en ser un apocado, sino en dirigir una mirada honesta hacia sí mismo y aceptar la propia condición con la humildad de quien reconoce sus errores. Lo contrario es la vanidad, que lleva a inflar el ánimo y creerse grande.
La segunda es la fortaleza de espíritu, la capacidad de sacrificio. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de plantarle cara cuando él nos encuentra. El hedonismo reinante pretende eliminar todo dolor y malestar, como si el objetivo de la vida sólo fuese disfrutar. Pero es gran engaño creer que eso es posible, pues, ni el mundo es un paraíso ni el ser humano, un dios. Entender así la vida es acumular méritos para la frustración.
La tercera norma es saber llorar. No digo ser un quejica, ni lamentar continuamente la vida y sus sinsabores. Es el desahogo natural de un corazón insatisfecho porque, pudiendo ser las cosas de otra manera, no lo son debido a la desidia, el egoísmo o el desamor de quienes podrían hacer un mundo más feliz y humano. En esa búsqueda de un mundo mejor –ésta es la cuarta norma–, lo que ha de guiar el pensamiento, la voluntad y la conducta es la justicia. El bien ha de ser beneficio de todos y no patrimonio de unos cuantos. La felicidad que no es para todos tampoco es completa para algunos.
La quinta norma es tener un corazón compasivo con todos, especialmente con los que sufren. Quien no es permeable al dolor ajeno, tiene un corazón de piedra. Y no es feliz porque, si no se es sensible al dolor, tampoco se es sensible a la dicha. Quien no sabe sufrir tampoco sabe gozar. Se ha apagado en él el fuego de los sentimientos.
La sexta norma es la limpieza de corazón. Consiste en mantener el corazón libre de la mentira. Los golpes de la vida van creando en torno nuestro un caparazón, bajo el cual intentamos sobrevivir. Al mismo tiempo vamos generando prejuicios, desconfianzas, miedos... Es así como construimos un mundo de mentiras y nos instalamos en él. Para ser feliz hay que abrirse a la luz, a la verdad.
La séptima norma es construir la paz: la propia y la ajena. Los violentos terminan engullidos por la violencia que ellos generan. La paz de la que hablamos es la que, instalada en el corazón, irradia sus destellos e ilumina todo lo que está a su alrededor. Es la paz que brota de un corazón recto, justo y bondadoso.
La octava norma es ser fiel a sí mismo a pesar del rechazo: conservar los principios a pesar de que las circunstancias, el ambiente o las presiones intenten lo contrario. Quien renuncia a sus valores para someterse a los desvalores del medio en que vive, está entregando su vida y su dicha al capricho y la voluntad de otros. Es una forma de esclavitud.

Quien quiera vivir de esta manera ha de prepararse porque encontrará rechazo y persecución, pues, al mundo en que vivimos, no le gustan quienes piensan, viven y son de otra manera.

Maite at: 25 enero, 2011 23:18 dijo...

¿Nos creemos de verdad las bienaventuranzas? Nietzsche acusaba a los cristianos de tener una moral de esclavos, de rebaño sumiso; de negar la vida, de dar la vuelta a los valores que la afirman para destrozarla, de llevar al ser humano al abismo de la degradación total hasta el punto de hacer necesaria la aparición de otro: el superhombre. Nietzsche y muchos con él, no sabía y no saben que las bienaventuranzas son camino y programa para vivir en plenitud, que no niegan la fuerza, la alegría, la libertad, el coraje y la valentía, al contrario, las presuponen, porque sin ellas no se puede ser pobre de espíritu, ni sufrido, ni sentir hambre y sed de justicia, ni llorar por lo que hay que hacerlo, ni ser misericordioso, ni trabajar por la paz. Y, sin embargo, viviendo así crecen y florecen en nuestro interior la fuerza, la alegría, la libertad...

Cuando nos vemos a nosotros así, en nuestro mundo, ¿como nos sentimos?, ¿como corderos entre lobos?, ¿como gente tarada? Imaginemos por un momento que el mundo está lleno de gente así. Que los que abundan son los pobres de espíritu, los sufridos, los misericordiosos, los que se alegran ante los insultos y calumnias... ¿Como serían las cosas?

Lo cierto es que si se promete la felicidad a los perseguidos y calumniados es porque no faltan perseguidores y calumniadores. Que hacen falta corazones misericordiosos porque muchos necesitan misericordia. Que si son felices los que trabajan por la paz es porque otros se empeñan en destruirla y hacer la guerra.

Las bienaventuranzas nos muestran el camino del cristiano, sus sentimientos y actitudes en la vida. Una vez más no lo tenemos fácil. Fue Jesús quien un buen día, al hablar enseñando a sus discípulos, les dirigió estas palabras. Sabía bien lo que decía: Él, pobre de espíritu, sufrido, que lloró por Jerusalén, ciega y sorda a los designios de amor y paz sobre ella, misericordioso, limpio de corazón, perseguido... Olvidó decir en aquel día qué hermosa bienaventuranza es seguirle a Él que nos precede, que nos guía y acompaña, y ser una verdadera imagen suya, de su rostro, de sus gestos, de su corazón. Tampoco prometió aplausos, reconocimiento, valoración y admiración por vivir así; ni premios, condecoraciones o medallas. Él, que lo enseñaba, acabó en la cruz.