1 ABRIL 2012
DOMINGO DE RAMOS-B
MARCOS 15, 1-39. Llevaron
a Jesús al Gólgota y lo crucificaron.
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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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SOBRE UN ASNO
Una de las veces que subió a Jerusalén, Jesús entró en la ciudad montando un asno mientras era aclamado por la gente que enarbolaba ramas de olivo. No fue un gesto casual, fruto de la improvisación, sino perfectamente calculado, como lo prueba el hecho de que, previamente, mandara a sus discípulos a buscar el animal. La razón está en la profecía de Zacarías que había dicho: “¡Alégrate, Jerusalén! Mira a tu rey que llega justo, victorioso y humilde, sobre un burro... Destruirá los carros, los caballos y los arcos de la guerra y dictará la paz a las naciones”. El caballo era el animal de la guerra, el asno era el animal de la paz. Quien entra así en Jerusalén es el rey de la paz. El pueblo entendió el signo y por eso lo acompaño con ramas de olivo, también símbolo de paz.
Contemplar a Jesús entrando así en Jerusalén, en estos momentos en que el caballo rojo de la guerra cabalga por el desierto dejando una estela de muerte y destrucción, resulta sobrecogedor porque despierta en uno sentimientos contrapuestos de nostalgia y esperanza: nostalgia porque el deseo de paz, siempre presente entre los hombres, nunca se ha visto plenamente cumplido; y esperanza porque, a pesar de todo, no renunciamos a la utopía de un mundo justo y fraterno.
Pero hasta en esto podemos engañarnos y llamar paz a cualquier cosa para conformarnos y acallar nuestra insatisfacción, olvidando que la paz no es sólo ausencia de guerra, sino que es, sobre todo, plenitud de dicha. El árbol de la paz tiene muchas ramas y todas son necesarias: la paz es sentirse seguro sin miedos ni temores; es vivir la concordia de una vida fraterna basada en la confianza mutua; es la suma de todos los bienes que otorga la justicia; es la unión de las voluntades y de los esfuerzos para construir un mundo más humano en el que nadie sobre, en el que todos quepan y se sientan respetados.
Pero la auténtica paz es frágil como la arcilla y los golpes de la soberbia o el egoísmo la rompen, primero en el interior de las personas, luego en la relaciones interpersonales; de ahí salta a la convivencia en el seno de los pueblos y termina cortando los lazos que unen a las naciones. La violencia es como una sombra que va invadiendo el espacio humano y dejando tras de sí un reguero de muerte, destrucción, sufrimiento y tristeza. A medida que avanza, arrincona la paz.
Sólo cabe esperar que todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de credo, raza, lengua, cultura o nacionalidad entonen el canto de la paz y que su voz suene tan fuerte que ahogue el ruido de la guerra y los gritos de los violentos. Que el Príncipe de la Paz bendiga a la humanidad y, como dice el profeta Isaías, derive hacia ella la paz como un río, como un torrente en crecida que inunde el valle de la muerte y lo convierta en el valle de la vida.
FRANCISCO ECHEVARRÍA
La Pasión del Señor es para leerla despacio contemplando lo que en ella se narra. Es para detenerse, con calma, en cada acontecimiento, observando las caras, los gestos y actitudes de todos, sintiendo el frío de la noche y el relente de la madrugada, respirando el aire viciado de la traición y la marejada de artimañas infames que se tejen en torno a un inocente. El relato de la Pasión es para leer la historia de aquel tiempo y la del nuestro, para dejar que nos lea por dentro y que se grabe a fuego cómo cae a tierra la semilla para dar vida.
Y así encontramos en Betania a la mujer del perfume: aquella que lo derramó sobre la cabeza de Jesús, que comía en casa de Simón el leproso, y escandalizó a los comensales con aquel derroche de generosidad y delicadeza, con aquel exceso de amor.
Asistimos, con el alma en un puño, a la entrevista entre Judas Iscariote y los sumos sacerdotes para concertar la entrega de Jesús a traición. En adelante Judas tendrá un solo objetivo: encontrar la ocasión propicia para ello.
Tomamos parte con los demás en la Última Cena de Jesús. Y nos sobrecoge, como a ellos, el anuncio de la traición. En el trascurso de la Cena somos testigos de la entrega de Jesús, que se parte y se reparte para nosotros. Miramos en el colmo del asombro a Pedro, que replica convencido al Maestro: él no caerá esta noche aunque lo hagan todos. Y podemos cortar con un cuchillo la tristeza en la voz de Jesús cuando insiste en anunciarle que le negará.
Somos elegidos, junto a Pedro, Santiago y Juan, para acompañar a Jesús a Getsemaní, y como ellos sucumbimos al sueño, transido de dolor y confusión, que deja a Jesús a solas con su terror y angustia. Apenas recuperamos la conciencia a tiempo para ser testigos, como en penumbra, del miserable beso del traidor, que llega con gente armada para prender al Maestro. Y en el colmo del horror, desbordados por los acontecimientos, le abandonamos y huimos con todos.
Recapacitamos, y el amor a Él, más fuerte que el miedo intenso que nos cala los huesos, nos hace seguir a Pedro que se sienta aterido a la lumbre en el interior del patio del sumo sacerdote. Allí nos enteramos, por otros, de lo que acontece entre los sumos sacerdotes y el sanedrín, en ese simulacro de juicio a Jesús, donde sus palabras son tergiversadas y sacadas de contexto por testigos comprados incapaces de hacer concordar sus testimonios.
En el colmo del dolor, nervioso y asustado, solo hasta la médula sin Jesús, oímos a Pedro negarle con obstinación. Y después del canto del gallo por segunda vez, le vemos llorar amargamente, derrotado. Dice la leyenda que desde entonces y hasta el fin de su vida dos surcos cruzaban sus mejillas, y es muy probable que él lo sintiera así.
Todo pasa deprisa, y ahora estamos con Jesús ante Pilato, patrono de los gobernadores débiles, oportunistas y cobardes; y con la soldadesca, masa de verdugos improvisados, sin resquicios humanos en sus almas.
Vamos camino del Gólgota. Viene Simón de Cirene, el voluntario forzoso que ayuda a Jesús a llevar la cruz, y estamos presentes en la crucifixión, uno de los peores suplicios y formas de morir. Hay otros dos bandidos crucificados, están los sumos sacerdotes, que no quieren perderse el espectáculo de ver a su última presa en el patíbulo, y gente que viene a ver la ejecución de hoy, la del profeta de turno, poderoso hasta ahora en obras y palabras que se vuelven contra él.
Jesús muere condenado. Y el centurión, al mirarlo, contempla algo que los demás no ven. También están presentes las mujeres, dignas y silenciosas, fieles hasta la muerte, y muerte de cruz. Son muchas: son servidoras, seguidoras y discípulas de Jesús. Llega también José de Arimatea, clandestino de otros tiempos que da la cara ahora, valiente, ante Pilato. Él sostendrá entre sus brazos el cuerpo muerto de Jesús y hará de sepulturero. María Magdalena está allí, mirando dónde lo ponen.
Nosotros nos quedamos con ella. Esperamos la clara mañana de la Resurrección.
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