DOM-23-B

domingo, 30 de agosto de 2015
6 SEPTIEMBRE 2015
DOMINGO 23-B

Mc 7,31-37. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

3 comentarios:

Paco Echevarría at: 30 agosto, 2015 12:45 dijo...

TODO LO HIZO BIEN (Mc 7,31-37)

Todos los milagros de Jesús son signos y, por tanto, sólo pueden entenderse y ser valorados rectamente desde el significado. Importa no lo que hace, sino lo que comunica con su hacer. En el caso del sordomudo se nos dice que el milagro tiene lugar en la Decápolis, es decir, fuera del territorio de Israel. Jesús cura en tierra de paganos porque la salvación no entiende de razas ni pueblos: todos los hombres están llamados a gozar de sus beneficios. Un sordomudo es un hombre cerrado, ensimismado, atrapado en su mundo interior. Ni escucha ni dice palabras que es tanto como decir, está cerrado a la comunicación con sus semejantes. Jesús -siguiendo el ritual de los milagros conocido en la antigüedad- le manda abrirse y el milagro se produjo.

Vivimos en un mundo de contradicciones, pues ocurre que los medios de comunicación se han desarrollado hasta embotar la mente por el exceso de información y, sin embargo, la incomunicación, el ensimismamiento, es más grave que nunca. Y es que hemos olvidado que la comunicación verdadera, la que hace feliz al hombre en el encuentro con sus semejantes, no es cosa de mucha información sino de vivencias. Podemos pasarnos la vida hablando de lo que ocurre a nuestro alrededor, sin llegar nunca a hablar de nosotros mismos. Y, si esto es normal entre extraños, no debería serlo entre conocidos, sobre todo entre familiares. Porque es experiencia dolorosa y muy triste comprobar -después de muchos años- que se ha estado conviviendo con un extraño.

El milagro de Jesús consiste en salvar al hombre de su aislamiento y acercarle a sus semejantes. Es una invitación a la apertura del corazón -que en eso está el prodigio- para percibir el corazón del otro y mostrarle el propio. Son muchas las maneras de expresarnos, pero la voz, que sale de la garganta como el aliento -como la vida- es sin duda el más humano; por eso Jesús toca con su saliva la lengua del enfermo. Es como poner su voz en la boca de aquel hombre, como desatar la palabra con su palabra.

La gente reacciona comentando que todo lo ha hecho bien porque ha conseguido que los sordos oigan y los mudos hablen -porque ha hecho que los hombres se acerquen los unos a los otros-. La mejor buena obra es lograr el entendimiento, la proximidad, el avecinamiento entre los hombres. San Pablo decía que el oficio de Jesús -y el de los cristianos- es la reconciliación, es decir, unir a los separados: a los hombres con Dios y a los hombres entre sí. Hermosa tarea de cualquier ser humano -pero sobre de los discípulos de Jesús- la de crear un mundo de bocas y oídos -que es tanto como decir, de corazones- abiertos. En un mundo de hombres así la tolerancia, el respeto y el amor pasearían por las calles sin miedos ni sobresaltos. Sin ello, sólo se ven miradas de reojo y desconfianzas.

FRANCISCO ECHEVARRÍA

Maite at: 31 agosto, 2015 21:16 dijo...

Isaías había profetizado que los oídos del sordo se abrirían en los tiempos mesiánicos, y el salmista alaba a Dios con toda su alma porque socorre y libera a quienes lo necesitan; se vuelca con ellos y derrama sobre hambrientos, oprimidos, cautivos, afligidos, ciegos, peregrinos, huérfanos y viudas toda la fuerza de su amor y su misericordia.

Sin embargo el Evangelio nos muestra que no es fácil liberar de la sordera. Decimos que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y probablemente puede decirse lo mismo del que no quiere oír.

Para curar al sordo Jesús miró al cielo, suspiró y dijo: ábrete. En toda la tradición bíblica el discípulo es el que vive con el oído abierto, atento y despierto. Se trata de escuchar la Palabra de Dios, luz y fuerza para el camino de cada día. El que escucha, interioriza y asimila; por eso lo que oye le transforma por dentro y le mueve a actuar en consecuencia.

La Palabra nos pide escuchar también el latido de la naturaleza, donde Dios alienta; y el de cada hermano y hermana que se cruza en nuestro camino; el latido del propio cuerpo, que pide vivir en paz y armonía con nuestra alma.

Hacer oídos sordos nos incapacita además para hablar. La sordera aísla y encierra en el recelo y la desconfianza a quien la padece. También en la comunidad del apóstol Santiago había sordos voluntarios: esos que solo prestaban atención a los bien vestidos y menospreciaban a los demás. No habían escuchado que Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino.

El sordo se encierra en sí mismo y se ahoga en su sordera, por eso hace falta un intercesor, alguien que le quiere de verdad y le presenta a Jesús implorando que le imponga las manos y le cure. El intercesor despierta en la mañana de cada día con los oídos abiertos y escucha los gritos del que sufre por apagados que estén.

¿No es verdad que vivimos en un mundo de sordos donde pocos quieren oír la verdad y escuchar los gemidos de los demás? Tenemos, pues, muchos a quienes llevar a Jesús. Y si la sordera la padezco yo, que no me falte quien pida al Señor, por mí, que me imponga las manos y me cure. Entonces podré alabar a Dios con toda la fuerza de mi voz.

juan antonio at: 02 septiembre, 2015 18:48 dijo...

“”le llevaron un sordo tartamudo para que le impusieran las manos””
Nuestra reflexión será sobre este versículo que nos dice como llevaron a Jesús una persona necesitada, teniendo la firme confianza de que lo curaría con la imposición de las manos.
El Evangelio no nos dice quienes “fueron” esas personas, si los discípulos, los apóstoles, más bien parece dar a entender que fueran personas de la localidad en que se encontraban con Jesús, es decir personas fuera del pueblo de Israel, pues conocían al sordo tartamudo.
Y esto debe de interpelarnos, debe hacernos reflexionar sobre cuál es nuestra misión, fundamental en todo cristiano, pues así nos lo hace saber Jesús y lo refiere el final de los Evangelios Sinópticos, de ir por todo el mundo, hacer discípulos, enseñar sus enseñanzas, bautizando y que no tengamos miedo porque Él estará con nosotros hasta el final de los tiempos. ¡Qué más queremos!
Es un mandamiento del Señor, no menor que el del amor, pues uno y otro es lo mismo, el amor al prójimo nos lleva a enseñarle con nuestras torpes palabras y nuestra vida, la vida de Jesús, y la Vida que Jesús nos trajo.
Ayer, como hoy, tenemos muchos sordos tartamudos, tenemos muchos indiferentes que debemos espabilar con nuestra vida, tenemos muchos lisiados que regenerar para devolverle su dignidad de personas, tenemos muchas personas que nos rodean que quizás esté esperando que yo y todos los que nos llamamos cristianos rompamos nuestro silencio y le hablemos de Dios, muchos jóvenes que no han recibido más formación humana que la de la calle y quisieran levantarse de su postración, de sus debilidades con todo ese cumulo de cosas que le alejan de una vida normal en el entorno en que viven, llamémosle, droga, sexo, robo para tener lo uno y lo otro, o simplemente desesperación ante una sociedad mandada por el dinero en la que no tienen un trabajo que les realice.
Una palabra de consuelo, un gesto de cercanía, “animo, no temáis” nos dice el profeta Isaías, y sin embargo estamos entretenido con nuestros actos de piedad, nuestros rezos mecánicos y rutinarios, nuestra siesta eterna porque nos sentimos cansados y agobiados y no sabemos que hasta en esas circunstancias de nuestra vida, Jesús nos acoge y nos dice que es nuestro descanso y aunque tengamos que trabajar, sea cual sea nuestra edad, nuestro estado físico o psíquico, siempre será ligera la carga porque contamos con su presencia ya que “sin Él no podemos hacer nada”.
Con el salmista, ensalcemos al Señor, “Alaba alma mía al Señor que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos”, solo quiere que le prestemos nuestras manos, nuestros labios, nuestro tiempo, nuestro yo en una donación igualmente perpetua para con los hermanos más débiles.
María, Madre de todos los hombres ayúdanos a decir AMEN.