17 ABRIL 2016
4ºDOM-PASCUA
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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UNA VIDA PARA SIEMPRE (Jn 10,27-30)
El primer enfrentamiento de Jesús con las autoridades tuvo lugar en el templo de Jerusalén, con ocasión de la expulsión de los vendedores. Fue entonces cuando decidieron que tenía que morir. El último ocurrió en el mismo sitio y el motivo fue su condición de Mesías. Los dirigentes le exigen que diga abiertamente si es o no el esperado y que muestre sus credenciales. Jesús les responde que deben sacar la conclusión viendo lo que hace. Su obra en favor de los hombres es la única credencial que puede presentar. Pero ellos no quieren enterarse. Por eso ni le escuchan ni le siguen, sino que intentan apedrearlo.
La fe en Jesucristo implica dos actitudes, una consecuencia y un fundamento. Las actitudes son la escucha y el seguimiento. La fe entra por el oído, es decir, supone prestar atención a la buena noticia del perdón que elimina los miedos y sitúa al hombre en la dinámica del amor y la fraternidad. Pero no es una escucha pasiva, sino profundamente comprometida y, por ello, implica el seguimiento de aquel que ha encarnado esa buena noticia. La fe cristiana no se reduce, por tanto, a la adhesión a un conjunto de verdades, sino que consiste en la adhesión a una persona que se presenta como verdad, camino y vida.
La consecuencia es la vida eterna. El miedo desaparece cuando la muerte deja de ser una amenaza y pasa a ser vista como el trámite necesario para una vida definitiva. El materialismo no entiende que pueda existir algo que no sea materia y, por ello, unos ignoran y otros niegan la realidad sobrenatural o una vida para siempre. Pienso que es como confundir el coche con el movimiento. El sentimiento religioso siempre ha estado vinculado a una vida después de la muerte -otro asunto es el modo de entenderla- y no creo que esta convicción pueda ser menospreciada por no ajustarse a las exigencias del pensamiento científico. ¿Por qué razón sólo va a ser legítimo y aceptable el discurso científico? Si así fuera, tendrían que callar demasiadas voces, precisamente aquellas que dan sentido a la vida como es la del poeta, la del filósofo o la del artista. Tampoco creo que la fe en la vida eterna conduzca -como se ha dicho- a la negación de la vida temporal. Más aún: creo que es al revés, porque sólo quien no teme la muerte es capaz de vivir plenamente la vida.
El fundamento de todo es que quien cree en Cristo y le sigue se une a él y quien se une a él se une al Padre. La fe profesa que el fundamento de la vida y el ser del hombre es la vida y el ser de Dios. Y, si Dios es el fundamento de todo, nada puede representar una amenaza. Por eso la fe en Dios -bien entendida- implica necesariamente el compromiso con el mundo y el riesgo que conlleva.
FRANCISCO ECHEVARRIA
El Evangelio comprende parte del capitulo 10 de S. Juan que como nos relata el autor de la hoja, comprende parte de la parábola del Buen Pastor y en la que destaca dos verbos que condensan la misma, conocer y escuchar, que en definitiva, viene a ser conocer.
Jesús a los fariseos que les interpelan cuando les va a decir quien es, ya os lo he dicho, lo dicen mis las obras que hago en nombre de mi Padre, pero no me creéis, porque no sois de mis ovejas.
Hay dos partidos en el pueblo, los que creen en Él y los que no porque no son “sus ovejas”, porque no escuchan sus Palabras, pues si así fuera lo seguiría.
Antes he dicho que los dos verbos claves se reducen a uno, conocer, que es requisito para el seguimiento, escuchar, pero saber escuchar para seguir, saber escuchar, para vivir, saber escuchar para seguir el modo de vida de Jesús (Hec.5,19), escuchar para convertirnos, para cambiar nuestro modo de ser y vivir hasta llegar a ser uno en Cristo.
Por ello tenemos que preguntarnos como conocemos a Jesús, leemos superficialmente sus Palabras, su vida y sus hechos, como mero cumplimiento o lo profundizamos de corazón, haciéndola vida en nosotros, de tal forma que podamos decir con el Apóstol Pablo, “no yo, es Cristo quien vive en mí”: ¡qué grandeza del cristiano! Dejarse absorber por Cristo y su vida, llenarse del Amor del Padre, ser Hijo con el Hijo, porque el Hijo es uno con el Padre.
Cuantas gracias tenemos que dar a Dios por la inmensidad de dones que nos ha dado, por habernos regalado lo más grande, ser hijo del Padre, coheredero con el Hijo y lleno del Espíritu Santo que nos lo hace vivir.
La palabra de Dios nos exige hoy que si seguimos a tan Buen Pastor, tenemos que darlo a conocer, el seguimiento no es pasivo, es activo en nuestra vida, palabras y hechos, dando un testimonio total.
Cantemos y reflexionemos con el Salmista: “El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades”
¿Y nosotros?
María, Madre de todos los hombres, ayúdanos a seguir a tu Hijo, a escuchar su Palabra. AMEN, ¡Aleluya!
El salmista proclama, exultante, que somos de Dios, su pueblo y ovejas de su rebaño.
Descendemos de aquellos gentiles evangelizados por Pablo y Bernabé después del rechazo de los judíos. De aquellos, destinados a la vida eterna, que creyeron y acogieron la palabra de Dios.
Un día formaremos parte de la muchedumbre inmensa que Juan retrata en el Apocalipsis. Una muchedumbre incontable con vestiduras blancas y palmas en las manos, de pie, delante del Cordero que, entregando la vida, ha vencido a la muerte.
Jesús es el Cordero degollado y el buen pastor que conducirá a sus ovejas hacia fuentes de aguas vivas y enjugará sus lágrimas.
Nosotros le seguimos y escuchamos su voz, que nos guía a través de cañadas oscuras, restaura nuestras fuerzas y cura nuestras heridas. Nos conoce a cada uno por nuestro nombre y nos lleva a la vida eterna, sin olvidar a las rebeldes y descarriadas, a las que va a buscar en persona para cargarlas sobre sus hombros y traerlas de vuelta al redil, a la casa del Padre misericordioso.
Es el Padre quien nos ha puesto en sus manos, manos que parten y reparten el pan y el vino de la eucaristía, que lavan nuestros pies cansados. Y nada ni nadie nos apartará de él.
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