9 DICIEMBRE
2018
2ºADV-C
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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La lectura de la profecía de Baruc, nos alienta en nuestras tristezas por los acontecimientos de nuestras vidas, como al pueblo de Israel le acontecía en el destierro, nadie se libra de las vicisitudes de la vida, que nuestras fragilidades nos hacen presentes.
Pero el profeta grita al pueblo que dejen el luto, la aflicción y que se vista de galas, llega la liberación, la salvación volviendo contentos trayendo no las semillas que se llevaron escondidas, sino las florecidas gavillas, es tiempo de alzad la cabeza y mirar las maravillas de Dios.
Este es el sentido de las palabras del profeta a su pueblo, no menos alegre que las que Luca pone en boca de Juan, a quien en un momento determinado de la historia le vino la Palabra de Dios en el desierto.
El desierto siempre llamó la atención a los grandes santos de la primitiva Iglesia y no tan primitiva, Carlo de Foucauld (s. XIX-XX), el desierto, que podemos vivir en nuestra vida cotidiana, es la manera de poder abrirnos a la voz de Dios, es la disposición para escucharle, el silencio, el silencio y más silencio, dejar las cosas, las preocupaciones, las ocupaciones, y ponernos en la escucha de Dios, como Juan, sin nada, más que el silencio y la vida austera, libre de toda atadura.
Y en ese silencio escucharemos nuestra tarea de preparar la venida de Dios Encarnado, allanando nuestra soberbia, egoísmo, ira y rencores y subiendo nuestras bajezas, haciéndonos dignos de la alegría que nos llega, Dios hecho carne de nuestra carne para traernos nuestra salvación
¡Voz del que grita en el desierto! Y nosotros?, qué gritamos, qué decimos, no somos profetas?, pues susurremos las proezas de Dios a nuestros próximos y gritemos la alegría de los Hijos de Dios.
¡Ven Señor no tardes!
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra de la Esperanza, danos vida en la vida de tu Hijo, AMEN
También hoy, ahora, escuchamos la voz de Juan que nos invita a preparar el camino al Señor. Este tiempo de Adviento, tiempo de espera activa y esperanza encendida, nos llama a retirarnos al desierto de nosotros mismos, a allanar senderos, elevar valles y descender montes y colinas. Hay que enderezar lo torcido e igualar lo escabroso.
Mira dentro de tu corazón, en el silencio de la oración, y encontrarás qué tienes que preparar, allanar o desbrozar en ti mismo. Tal vez en la aceptación de tu propio yo, en tu relación con los demás o con Dios.
Piensa qué puede dificultar la venida de Dios que quiere hacerse carne en tu vida. Si él se hace tan pequeño, tan de tierra, ¿no podrás intentar acoger tanto amor incondicional de la mejor manera posible?
Si allanas el camino al Señor él podrá mostrarse grande contigo y en ti, cambiar tu suerte, llenarte de alegría que nada ni nadie te podrá quitar.
A lo mejor encuentras que la tarea es superior a tus fuerzas, que ya es tarde, que se pasó el arroz. Igual crees que los valles del desánimo se han hundido demasiado y las colinas del orgullo no se pueden abajar ya.
Ponte en manos de Dios, tu Padre, y confía en él. Solo pide que tú pongas de tu parte el querer y que hagas todo lo que puedas aunque sea un poquito. Cree y espera, y verás las salvación y la liberación de Dios. Se llama Jesús.
MIRANDO AL CIELO (Lc 3,1-6)
El evangelista san Lucas comienza su relato sobre la vida adulta de Jesús poniendo fecha a lo que va a narrar para indicar así que el misterio de la salvación tiene lugar en el tiempo, en la historia, en el acontecer del mundo. Es ésta una de las convicciones más comprometidas del cristianismo, pues, si la salvación tiene lugar en la historia y en la vida de los hombres, ningún creyente puede situarse de espaldas a la misma. La realidad diaria nos interpela y nos exige una respuesta en consonancia con la fe que profesamos. Si los creyentes damos la espalda al mundo, nos quedamos sin Dios, porque Dios ha venido al mundo para encontrarse con nosotros.
Tras esta referencia histórica, Lucas presenta a Juan bautista como un profeta -"La palabra de Dios fue dirigida a Juan"-. Hacía siglos que no había profetas -los escribas y fariseos habían ocupado su lugar- y se echaba de menos una palabra iluminadora. El mensaje del último y, en palabras de Jesús, el más grande de los profetas, estaba en la línea de la tradición más estricta: predicó un bautismo de conversión para alcanzar el perdón de los pecados. El de Juan no es un bautismo de salvación -por el que renacemos a una vida nueva: como hijos de Dios-, sino de
conversión y de purificación -que restaura al hombre en la justicia-. Juan pertenece todavía al Antiguo Testamento. Invita a los hombres a volver el corazón a Dios, es decir, a reconocer su realidad y su voluntad y a abandonar la vida de pecado. Tal vez a alguno le suene a trasnochada esta invitación, pero de una cosa estamos convencidos los creyentes: muchos de los males de este mundo tendrían buen remedio si los hombres, en lugar de encerrarnos en nuestras angustias y temores, en nuestras violencias y egoísmos, abriéramos el corazón al Dios de la Verdad, la
Justicia, el Amor y la Paz. Y esto vale para todos porque el pecado, antes que un problema moral es un problema ético, es decir, antes que un problema religioso es un problema humano. Algunos, desde el agnosticismo reinante, niegan el pecado so pretexto de que es un concepto religioso. ¡Ojalá que, negando el pecado, lográramos erradicar la maldad!
La predicación de Juan es completada con una cita de Isaías que describe el retorno de los exiliados. La cabalgata de la salvación recorre el mundo para que todos los hombres gocen de ella. Pero es necesario preparar un camino recto y llano. Rebajar los montes de la soberbia y el egoísmo, rellenar los baches de la injusticia y del desamor y enderezar las curvas de la mentira. El mensaje de Lucas se reduce a una cosa: el mundo tiene arreglo, aún es posible ser feliz, los problemas se pueden resolver. Pero es necesario que los hombres, de una vez por todas, cambiemos el corazón. Acaba de empezar un siglo y, al mirar a la tierra, lo que vemos no nos acaba de gustar porque, lo que más sobresale es la violencia en todos los órdenes. ¿No ha
llegado la hora de enderezarse y mirar al cielo sin miedos ni complejos? Dios no es una amenaza para el hombre -eso nos dijeron y muchos lo creyeron-. El peligro son los dioses. No es el Edén sino Babel lo que enfrenta a los hombres.
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