6 SEPTIEMBRE 2020
DOM-23ADESCARGAR
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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SI TU HERMANO PECA (Mt 18,15-20)
La condición histórica del ser humano hace que éste, aún estando llamado a realizarse plenamente y, por tanto, a alcanzar la perfección, con frecuencia deje que desear en su conducta y se enrede en las trampas del mal. Vivir es caminar y caminar supone cansancio, suciedad, equivocaciones y tropiezos. Jesucristo, cuando crea el grupo de los discípulos, les pone como ideal la perfección, pero sabe que la imperfección les rondará en todo momento. Por eso establece un modo de actuar con el pecador según criterios bien precisos.
En primer lugar -dice- hay que acercarse a él. El libro del Levítico estableció que no se debe aborrecer a nadie, sino que hay que corregirle para no ser cómplice de su pecado. Muchos, ante la falta ajena, optan por el desprecio y la murmuración -que es cosa más propia de espíritus mezquinos que de corazones nobles-. Jesús establece una norma que brota de la fraternidad: quien conoce la falta y no hace nada, incurre en culpa y es responsable, en cierta medida, del pecado del otro. La corrección ha de hacerse a solas y en privado porque el objetivo no es humillar a nadie sino salvar al hermano y hacerle retornar al buen camino. El primer paso, por tanto, lo da la caridad.
Pero puede ocurrir que el otro no atienda razones ni advertencias y se empecine en su pecado. En ese caso hay que darle una nueva oportunidad. Según la ley, sólo era válido el testimonio coincidente de dos testigos. Si la llamada del amor no ha sido oída, entonces hay que recurrir a la razón jurídica. La corrección se hace por exigencia de la justicia. Es así como se estrecha el cerco en torno al pecador.
Si la anterior medida no surte efecto y el pecador no se corrige, entonces ya es un asunto público y debe ser la comunidad en pleno, reunida en asamblea, la que trate el asunto y haga una amonestación abierta y firme. Si tampoco atiende esa voz, debe ser considerado un extraño porque quien rechaza la mano que ofrece ayuda se sitúa fuera de la comunión y de la fraternidad. Resulta dura la medida con el pecador impenitente, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que ha ido precedida por acciones emanadas del amor y de la justicia y que, a la postre, sólo es reconocer y hacer pública una decisión personal.
De todas formas -y esta es la segunda norma- la decisión no es definitiva. Las palabras que siguen reconocen a la Iglesia el poder de atar y desatar indicando con ello que las puertas -las de la Iglesia y las del cielo- siempre están abiertas al pecador arrepentido. En el curso de la vida nada es definitivo. Mientras es de día, las puertas permanecen abiertas -para entrar y para salir-. Sólo se cierran cuando llega la noche. La última norma recoge el espíritu de donde brota lo anterior: la unidad de los hombres es garantía de la presencia de Dios en medio de ellos.
En el Evangelio de este Domingo, se pone de manifiesto la corrección fraterna y la comunidad, ésta en tanto a la misma corrección, como en la dirección hacía Dios desde y con los hermanos.
La corrección fraterna tal como la relata el texto evangélico, hoy en nuestras parroquias, como comunidad de creyentes, entiendo, y como siempre puedo estar equivocado, es difícil que se dé o que pueda desarrollarse, no que no debamos corregir al hermano que está en el error, sino en esa forma que puede llevarnos desde lo pequeño, hasta las altas autoridades de la Iglesia.
Lo que si nos propone las otras lecturas, es que tengo una responsabilidad y que está responsabilidad parte del amor, que es lo debemos a todos los hermanos: ahí entiendo, pobre de mí, está la cuestión, en el amor con el que actúo, lo demás es, diría yo, rutina.
Actúa con amor y todo tendrá solución y así lo decía cuando daba prematrimoniales, al hablar del perdón, que tenemos que tener la grandeza de corazón en dar el perdón y la grandeza en amar al perdonado, lo que nos llevará a la corrección entre ambos y la paz y concordia en la comunidad, sea ésta desde la conyugal a la más grande, “a nadie debáis más que amor”: que medio más sencillo para llegar a la corrección fraterna, amar y solo amar.
Cabría preguntarnos qué hacemos hoy en nuestras comunidades, desde grupos, movimientos, hermandades, cofradías, parroquias, ……..¿Esto interesa o llegamos a la indiferencia? ¿y a mí qué?, que hará imposible la unidad en la dirección a Dios y en la dirección a Dios con nosotros: amemos, pero de verdad, con el cariño y la ternura que debe entrañar nuestra actitud.
Quiero dejar un cuentecillo que hace mucho oí y decía así, y no quiero que los consagrados se molesten pero así me lo dijeron: se moría una monja viejecita en un humilde convento y la superiora llama a la familia y al acudir a verla, le preguntan a la enferma, como te tratan las hermanas, y le contesta la viejecita, “con mucha caridad, pero poco cariño” (no sé si me repito)
Esto es, se cumple el protocolo, como ahora tanto se dice, pero lejos la verdadera forma de hacer caridad, el verdadero amor. Ya lo dijo nuestro Señor citando a Isaías (Mt 15,8, Is. 29,13), “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.
Hagamos comunidad, no solo perteneciendo a la Parroquia en que vivimos sino actuando en ella en los Movimientos en que podamos estar incardinados, en los grupos de pastoral, en….., vivir la comunidad y estar en comunión en todo.
Termina el Evangelio con la oración en comunidad y la presencia de Jesús cuando nos reunimos en su nombre, es decir, como debemos hacer y estar en comunidad y todo ello con la fuerza del Espíritu porque solos no podemos hacer nada: abramos el corazón al hermano que te incordia, abramos el corazón a los hermanos en la comunidad de los hijos de Dios que formamos toda la humanidad, pues todos estamos llamados a la salvación.
A nadie debáis más que amor: esa es nuestra deuda y que tenemos que saldar en nuestro día a día, en cada momento y con todos, sin exclusión alguna.
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, danos ese sentido de comunidad, danos la generosidad de corazón para devolver al hermano el amor que quizás olvidó dar, AMEN.
La pandemia que nos azota ha puesto de relieve algo que tal vez estábamos olvidando, o a lo que no se prestaba mucha atención, y es que todos somos responsables de los demás. Nuestras conductas y opciones inciden de forma importante en quienes nos rodean y en los que están lejos, incluso muy lejos. La salud de los otros, nos importen o no, está en nuestras manos, así como la posibilidad de alimentación, desarrollo integral, vida digna…
Esta responsabilidad aparece también en las lecturas de este domingo. Aunque se centra en una cuestión espinosa que raras veces afrontamos bien: la corrección fraterna. Y es que lo de corregir sí lo practicamos, lo de la fraternidad no.
La clave nos la da Pablo. Si el amor es la medida y criterio de nuestra corrección entonces será la que Jesús nos pide. De otra manera es mejor abstenerse de corregir. Confundiremos la corrección con la venganza personal o una extensión de nuestro ego. Amar de verdad incluye en el paquete corregir; de otra manera no es amor. Quien ama no puede permitir que la persona amada permanezca en el error. Otra cosa es respetar la situación del otro, sus ritmos de aprendizaje o maduración, que pueden hacer necesaria la espera.
También Dios nos corrige, como un padre a sus hijos, porque es Amor. Y aceptar su corrección es caminar en la luz y la verdad.
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