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sábado, 15 de octubre de 2022
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3 comentarios:

Paco Echevarría at: 15 octubre, 2022 08:48 dijo...

FARISEOS Y PUBLICANOS

En tiempos de Jesús, las figuras del fariseo y el publicano eran emblemáticas de dos posturas religiosas. El primero era un hombre respetuoso con las leyes religiosas y morales, cumplidor, piadoso, y, por tanto, con prestigio social. En definitiva: un hombre de bien, con buena imagen ante los hombres y –según creían– también ante Dios. Sostenían éstos que el Mesías vendría a restablecer el reino de Israel cuando surgiera un pueblo de hombres justos. Para estimular a la gente a emprender el camino recto procuraban dar ejemplo y por eso realizaban sus buenas obras donde pudieran ser vistos por todos. Con el tiempo esta intención se pervirtió y cayeron en la trampa del prestigio social y de la vanidad que lo acompaña. Jesús los acusa de ser hipócritas, pues cuidan mucho lo externo, pero tienen podrido el corazón.

El publicano, por el contrario, era un mal bicho. Su oficio era cobrar impuestos en nombre de los dominadores. Era, por tanto, un colaborador del enemigo del pueblo. Además, en asunto de impuestos –ayer como hoy– es frecuente que el cobrador se vaya la mano y sólo piense en el dinero, sin tener en cuenta la situación o necesidades de los contribuyentes. Según las enseñanzas fariseas, los publicanos sólo podían alcanzar el perdón si devolvían lo que habían cobrado injustamente y un quinto de su propiedad, además de dejar el oficio. La gente de bien evita el contacto con ello y no frecuentaba sus casas.

En la parábola Jesús los sitúa a los dos en el templo orando. Su oración es reflejo de su vida. El primero es un hombre justo que da gracias a Dios y enumera todas sus glorias. Acude al templo para ser reconocido y premiado por su justicia.. El segundo está hundido. Es consciente de ser un pecador necesitado de perdón. El primero es un hombre rico ante Dios. El segundo es un pobre en méritos personales.

Estamos ante dos estilos religiosos y ante dos enfoques de la vida. El primero busca el reconocimiento –religioso o social–; el segundo, la regeneración –espiritual o pública–. Estas dos posturas pueden ser también indicativas de dos enfoques de la vida: el de aquellos que buscan fama, reconocimiento, prestigio o presencia de modo que toda su energía se proyecta hacia lo externo, la apariencia, la imagen... y el de aquellos que cuyo interés se centra en el desarrollo interior, que consiste en lograr que la verdad reine en la mente, la bondad en el corazón y la rectitud en la acción. Mucho le queda por andar al mundo en que vivimos donde los intereses personales y colectivos nublan la mente, los apegos pervierten el corazón y el capricho esclaviza la conducta. Quiero pensar que la fuerza de la humanidad terminará imponiéndose a los depredadores del alma humana y que, muy pronto, un hombre nuevo se abrirá camino en el valle de las sombras.

juan antonio at: 18 octubre, 2022 09:20 dijo...

La semana pasada Jesús nos enseñaba cómo teníamos que hacer nuestra oración, perseverante, esta semana nos dice qué actitud debemos tener en nuestra oración.

Para ello nos hace una presentación y nos relata una parábola.

La presentación es el versículo nueve donde nos dice a quien va dirigida su enseñanza, a “a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismo y despreciaban a los demás”

Cuantas veces hemos caído en esta situación mucho de los que nos llamamos creyentes y además nos decimos practicantes: despreciar a los otros por practicas que decimos obsoletas, por actos de piedad no de hoy como solemos decir: es una advertencia que debemos tener en cuenta, ¿nos creemos o nos tenemos por justos?, hagamos reflexión de nuestra vida de cristiano, pues justo, justo, Dios, tú ¿qué te crees?

Respecto de la parábola, nos da dos actitudes a tener en nuestra oración, una la del fariseo, hombre piadoso para entonces, pero que reza hablándole a Dios de sus cosas externas, de sus cumplimientos pero no de su vida, de su alma, de su relación con Dios y con los demás: es el cumplidor, pero no el hombre de Dios, sino que alardea de ser lo que no es.

Por otra parte está el pecador público, el publicano que se queda atrás, diríamos que casi en la puerta, no intenta ni levantar la cabeza, se golpea el pecho, se declara pecador y pide compasión.

Jesús alaba al pecador que volvió justificado y el otro no.

El publicano reza a Dios desde la humildad, él se sabe pecador, ha estafado, engañado al pueblo con su oficio y siente lastima de sí mismo, de su condición dentro de la sociedad que lo rechaza y lo excluye y llega con humildad, con la verdad de su vida que es la que expone a Dios, soy pecador, ten compasión de mí.

Cuánto tenemos que aprender de esta pequeña parábola, de este corto relato de Jesús, ver nuestra arrogancia, ver la falta de humildad que tenemos, ¿decimos a Dios lo que sale de nuestro corazón o vamos por las ramas con cosas externas?.

Dios nos conoce, pero quiere que le digamos nuestras cosas, buenas y menos buenas, pero desde el corazón y con la verdad, y volveremos justificado, volveremos exaltado, es decir nos encontraremos con nuestra dignidad de hijos de Dios.

Dejemos las cosas externas, nuestras pertenencias a esto o lo otro, nuestra acción en esto o lo otro, tu oración es tu relación con Dios Padre Bueno, con Dios Hijo y amigo, con Dios Espíritu que te infunde el amor, abre el corazón, con humildad, con la verdad, pues como decía hace unos días el Evangelio, nada hay oculto que no se descubra ni secreto que no se sepa, por ello díselo tú a tu Padre antes que nadie, rompe tu carcasa, tus adherencias y olvídate de ti mismo para estar con tu Padre y con las cosas de los hermanos y tuyas.
Recemos con al salmista: si invocamos al Señor, él nos escucha
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a decir ¡AMEN!

Maite at: 19 octubre, 2022 19:31 dijo...

Tanto el autor del Eclesiástico como el salmista tienen claro que la oración del más pequeño, del pobre, del oprimido, llega como una saeta ante Dios; que no se pierde, que es escuchada por él y atendida. Ambos están seguros de que Dios da prioridad a la oración de los últimos, de los más postrados y hundidos, de los que no tienen a nadie más a quien acudir en busca de justicia, consuelo, esperanza o misericordia.

Sin embargo, parece que en tiempos de Jesús y, a lo mejor en los nuestros, gente como los fariseos, religiosos y observantes de la Ley, habían olvidado que, para orar, no hacía falta presentarse ante Dios haciendo gala de una conducta intachable. Y menos haciendo transcurrir la oración por toda una noria de variaciones del yo.

Algo así retrata Jesús, con trazos firmes y rápidos, cuando quiere advertir sobre quienes juzgan y desprecian a los demás y confían, en cambio, demasiado en sí mismos. Seguro que carga las tintas. Y es posible que, cada uno de nosotros, encerremos en nuestro interior un pequeño fariseo y un publicano. Que seamos capaces de despreciar a quien ora a nuestro lado, mientras nos comparamos con él, o ella, y nos demos golpes de pecho sinceros, en otras ocasiones, cuando somos conscientes de que no hay por donde cogernos ni con pinzas.

Lo cierto es que la oración puede ser, como tantas cosas buenas, un arma de doble filo si no nos lleva, como decía Santa Teresa, al propio conocimiento. Nos puede situar en el limbo de la contemplación de nosotros mismos y la nube de la autocomplacencia, o hacernos recorrer un camino de perfección, al decir también de la santa; una aventura de intimidad con Jesús, de compromiso en el amor y el servicio a los demás, que pasa por reconocer, en primer lugar, nuestra pobreza, indigencia y pequeñez.

La oración nos pone cara a cara con Jesús y su compasión, examinando la nuestra; transformando nuestros sentimientos, actitudes, prioridades, hasta asimilarlas a las suyas: las del Reino. Descentrándonos de nosotros mismos y centrándonos en él y en los demás, en quienes vemos hermanos y no competidores o atacantes; y mucho menos gente inferior a la que menospreciar.