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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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DOS MADRES (Lc 1,39-48)
Cuando faltan pocos días para la Navidad, vemos el abrazo de dos mujeres que pronto serán madres. Las dos saben que una vida nueva se está gestando en su interior. Isabel era una mujer humillada por su esterilidad. En la vejez, cuando la dificultad para concebir era doble, se ve liberada de lo que la había avergonzado durante toda su vida. Será la madre del último profeta. María es una mujer joven, que ha sentido sobre sí la mirada de Dios. Será la madre del Mesías. Son dos mujeres unidas por la maternidad y por el misterio.
Isabel, al ver a María, se llena de gozo y, con ella, el hijo que llevaba en su vientre. Es el gozo del niño en gestación -¡Qué diferente a hoy, en que muchos hijos, aun no nacidos, son temidos y vistos como una amenaza!-. La saluda con las palabras de David cuando el arca de la alianza iba a ser llevada a su palacio (2Sam 6,9). María encierra la Nueva Alianza, como el arca, las tablas de la antigua. Isabel representa el desconcierto del ser humano ante el sorprendente anuncio de que Dios haya querido venir a visitarnos. Ese es el significado auténtico de la Navidad: Jesús de Nazaret -hijo de María- es el Mesías -Hijo de Dios-. Esto podrá aceptarse o no -creerse o no creerse-, pero una cosa es cierta: quienes creemos en el misterio de la Encarnación nos sentimos comprometidos con lo que eso significa -esto es: que no es posible encontrar a Dios más que en el hombre como no es posible descubrir la identidad más profunda del hombre si no es desde Dios-. Dios en el ser humano. El ser humano en Dios. El signo será un niño colocado en un pesebre -un ser pobre y débil-. Dios se manifiesta en la pobreza y en la debilidad de lo humano.
La respuesta de María es un canto de alabanza a Dios por haberse fijado en ella. Lo habían dicho los profetas: "Yo habito en el cielo, pero también estoy con el contrito y humillado para reanimar su corazón" (Is 57,15). María -la Iglesia- sabe lo que está ocurriendo: la luz está viniendo al mundo y todo el que la acoja no caminará en tinieblas. Ella simboliza a los sencillos, a los humildes, a los que hacen posible la presencia de Dios en el mundo. A través de ellos se manifiesta como Señor, Poderoso, Santo y Misericordioso. Son los atributos de Dios en el Antiguo Testamento que se van a hacer visibles en Jesús de Nazaret. El hijo que ella está gestando será la manifestación de Dios en favor de los que viven humillados por la prepotencia de los poderosos y la indiferencia de los que nadan en la abundancia. El hijo que ella dará a luz sentirá sobre sí el Espíritu cuando anuncie la buena noticia a los pobres, ponga en libertad a los cautivos, dé la vista a los ciegos y proclame el perdón de los pecadores.
Todo esto se convierte en presencia misteriosa el día de Navidad. Que el príncipe de la paz llene de alegría tu corazón y tu hogar y que la paz rebose como la primavera en los montes.
Francisco Echevarría
MARÍA ES EJEMPLO DE FE, ACEPTACIÓN Y ENTREGA
Tras la invasión asiria Miqueas huyó, se refugió en Jerusalén y allí encontró mucha injusticia social, trabajó para enderezar a los paganos con oráculos de destrucción, anuncios de esperanza y prometiéndoles que vendría un rey que sería de la estirpe de David, tendría origen humilde, nacería en una población pequeña y con Él se restablecería la verdad y la justicia.
Para recorrer los caminos del Señor les aconsejó hacerlo con humildad, sencillez, modestia y espíritu de servicio pero nunca con fuerza, espectacularidad, orgullo o grandeza.
Había leyes que regulaban la convivencia familiar, religiosa o social y no reconocían los derechos de las mujeres porque, al considerarlas personas incapaces de realizar determinadas acciones, les negaban el derecho a formarse; elegir esposo, lo hacía el padre; participar en los actos sociales y religiosos… Pero sí tenían que cuidar de la familia; trabajar en la casa y, además, ayudar al esposo en los trabajos del campo; permanecer encerradas en casa; cumplir con la ley de la pureza… Justificaban ese trato argumentando que la mujer fue un regalo que Dios hizo al hombre para que estuviera a su lado y le ayudara pero, como Eva no lo valoró, perdimos la felicidad que nos regaló Dios.
Después hubo mujeres que, con fe y creencia en Dios, aceptaron sus propuestas y se convirtieron en protagonistas, como Isabel y María. Éstas arrinconaron la tradición judía cuando recibieron la llamada de Dios y aceptaron. María visitó a Isabel para cuidarla en los últimos momentos de su gestación sin pensar en los prejuicios sociales del momento, viajar sola, y así ayudó a que Juan “El Bautista” naciera bien. Con su respuesta quedó probado que cuando la fe y la protección de Dios actúan las personas responden, salvan los obstáculos y el objetivo se alcanza.
¿Hemos sabido valorar con sus ejemplos el papel que Dios regaló a la mujer?
El pueblo presentaba a Dios holocaustos y ofrendas para complacerle pero Jesús les comunicó que no lo deseaba, que abandonaran esas prácticas, aceptaran la misión y se sacrificaran para alcanzar la salvación.
Cristo se sacrificó por todos y lo hizo una vez pero sus efectos fueron para siempre.
LOS QUE CREEN
Mirando a María en el evangelio encontramos las actitudes, las prioridades y el modo de vida de los que creen.
Son orantes y presencia silenciosa allí donde están, pero eso no les resta soltura, dinamismo y eficacia para hacerse presentes, también, en la necesidad apremiante de los demás en clave de servicio. Se ponen en marcha tomando la iniciativa, se apresuran a salir de sí mismos para ir al encuentro de los otros. Dejan la seguridad y comodidad de su rutina para insertarse en otra allí donde ven que pueden ayudar. Se vuelcan en el acompañamiento del que lo precisa aunque no se les requiera. Sencillamente, acuden, se presentan y sirven, con ternura y respeto, inclinándose ante el misterio que también se revela y desvela en el otro.
Su presencia lleva alegría, mueve a la dicha, suscita el gozo allá donde van. Porque, despojados de sí mismos, atrapados por algo mucho más grande y bello, destilan el júbilo de la libertad, la pasión por la vida, la alegría de vivir, la ternura del compartir en igualdad.
Alientan la comunicación y el intercambio de sentimientos hondos porque no imponen nada, porque ponen todo su ser, entero, a disposición. Porque saben escuchar con la profundidad del que contempla algo valioso en todo lo que se dice y comparte.
Los que creen son conscientes de la presencia de Dios en sí mismos, no por méritos propios sino por gracia. Y se convierten, ellos mismos en don, en bendición para todos. Saben que lo más valioso que tienen y pueden dar, lo llevan dentro. Y es más fuerte que ellos.
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