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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
En tiempos de Malaquías el pueblo caminaba sin ilusión en sus quehaceres y creencias, les anunció: La venida de Juan “El Bautista” y de Jesús, el esperado por el pueblo, su entrada en el Templo, que todos se inclinarían para reconocerle su grandeza, que actuaría con fuerza y poder para limpiarles sus errores y cambiaran, de manera especial quienes tenían la misión de guiar al pueblo.
María y José viajaron a Jerusalén para cumplir con la tradición judía, hecho que es recordado ahora en la fiesta de “La Presentación del Señor”.
La presencia de Simeón y Ana en el Templo nos muestra el cumplimiento de los anuncios del Señor al pueblo desde la antigüedad: Un día vendría el Mesías.
Estos ancianos vivieron esperanzados de verlo antes de morir, acudieron al Templo y Simeón cogió a Jesús, para anunciar lo que Él y sus enseñanzas serían para la humanidad y el sufrimiento que esperaba a Jesús y María.
Cuando Jesús creció defendió a los débiles con la verdad y siendo justo, pero… ¿Lo comprendieron?
Unos sí, éstos no dudaron en seguirle y perdieron su vida predicando su doctrina, pero quienes no, los que tenían el poder en la sociedad de Israel, se unieron contra Él porque lo que decía y hacía iba contra sus intereses, por eso lo mataron.
En nuestros días la sociedad sigue estando tan confundida como en tiempos de Jesús pues tampoco acepta a quienes, con valentía, denuncian los atropellos que se hacen al favorecer o aplaudir a quienes se visten cada mañana con el traje de la mentira. Él denunció la corrupción de la clase sacerdotal, de los doctores de la Ley y del poder político… ¿Qué hacemos nosotros ahora?
Guardar silencio, permanecer escondidos detrás de las cortinas y no cambiar los acontecimientos con el voto… ¿Lo hubiera hecho Jesús?
Pablo les dijo que Jesús fue igual que nosotros en lo físico, la tentación, el sufrimiento y el dolor de la vida; que salió victorioso de las pruebas y que esas experiencias le ayudaron, como hombre, a comprender el dolor de quienes sufrían y, con su ejemplo, enseñarnos el camino. Por esta realidad su condición humana no puede ser cuestionada.
MISIÓN CUMPLIDA
Hace unos días la prensa se hacía eco de las declaraciones de una famosa cantante española. Afirmaba que piensa a menudo en la muerte y que, ante ella, siente curiosidad y miedo.
Si hubiera que rodar una película sobre las vidas de Simeón y Ana, creo que un buen título sería: “Misión cumplida”. Ellos veían acercarse el momento de la muerte y lo encaraban con esperanza: la de ver al Mesías, luz de las naciones. Ni la avanzada edad ni los años de espera aparentemente infructuosa habían hecho mella en su fe. Esta se había ido acrisolando a lo largo del tiempo, y ambos ancianos habían acabado entregando su vida, gota a gota, en el templo. Ambos eran movidos, a estas alturas de su vida, por el Espíritu; solo buscaban la voluntad de Dios y ver, por fin, al esperado.
Al final de su periplo vital y espiritual, una ve a Simeón y Ana como dos personas que han arribado a la ancianidad con una esperanza que ha ido in crescendo. Y es difícil mantener viva y luminosa la llama de una vela tan frágil como la esperanza.
La esperanza tiene mucho de etéreo, de volátil, de efímero; tan delicada es. Por eso, conocer a quienes la han sostenido e incrementado a lo largo de su vida es una de las mejores lecciones que se pueden recibir.
En este Jubileo que acabamos de inaugurar se nos pide, precisamente, ser testigos de la esperanza. Decía San Juan de la Cruz que de Dios “tanto alcanzas cuanto esperas”. Dios es, pues, amigo de la esperanza; aún más, se deja ganar por ella. Y es que la esperanza está fuertemente entretejida de amor, que es lo que otorga la perseverancia en medio de la oscuridad de las tinieblas, la inconsistencia de las promesas, la traición de los principios y valores, las malas rachas y los pingües resultados.
Simeón y Ana, como el Principito, sabían que lo esencial es invisible a los ojos. Habían aprendido a ahondar en los acontecimientos en la salida de sí mismos, y sus ojos estaban preparados para reconocer la luz en cuanto la vieron.
Tal vez, su misión era precisamente esa: no tanto ser testigos de la llegada del esperado ante unas cuantas personas presentes en el templo en ese momento, cuanto dar testimonio de una esperanza sin límites ni restricciones; de una fe sin fisuras. Algo que ni la proximidad de la muerte ni la avanzada edad pudieron desfigurar.
Por eso, al decir de Simeón, pueden irse en paz. Misión cumplida.
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