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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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BENDITO EL QUE VIENE (Lc 19,28-40)
El Domingo de Ramos abre la gran semana de la Pascua. Jesús entra en Jerusalén sobre un asno. Los guerreros montan a caballo; el asno, por el contrario, es la cabalgadura de los pobres y de los pacíficos: "Alégrate, hija de Sión. Mira a tu rey que viene, justo y salvador, montado en un asno". Es así como Jesús cumple la profecía de Zacarías, que continúa diciendo: "Destruirá los carros de la guerra, los caballos, los arcos... y dictará la paz a las naciones". El pórtico de la semana de la pasión es la paz.
Al llegar a Jerusalén, el pueblo lo saluda con una expresión que recuerda el saludo con que los sacerdotes recibían en el templo a los peregrinos: "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! El pueblo conoce a los enviados de Dios y sabe quienes son, de verdad, los hombres de paz. La paz es uno de los dones mesiánicos, pero, como todo don, puede ser aceptado o rechazado por los hombres. La violencia -tanto la caliente, que derrama la sangre, como la fría, que derrama la dicha- es el reino de la muerte. La paz es el reino de la vida.
Cuando miramos al mundo en que vivimos, tras los tristes acontecimientos del 11-M, el corazón se hiela al ver que, ya metidos en el siglo XXI, todavía existen hombres y mujeres que enarbolan la bandera de la ira y siembran la muerte, la división, los odios y el sufrimiento. Cuesta trabajo entender que -como dicen- tengan un proyecto para el mundo, a no ser que su proyecto sea sembrar la muerte y extender el desierto. Jesús entra en Jerusalén como un rey de paz, como un portador de paz. La misma que, como luz del alba, empezó a llegar al mundo con su nacimiento tal como cantaron los ángeles; la misma que ahora grita el pueblo; la misma que, como sol en cenit, se derramará sobre la humanidad el día de la resurrección. La paz es, desde entonces, el saludo del resucitado y, unida a la gracia, el saludo cristiano por excelencia.
Pero la paz siempre es un parto difícil. Antes habrá que pasar por una noche oscura. El Gólgota es un paso obligado. Pero el corazón permanece firme -"Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo"- con la seguridad de que el final próximo será un tiempo feliz -"Habitaré en la casa del Señor eternamente"-. Esa noche oscura tiene tres momentos: el Jueves Santo es el momento del amor; el Viernes, el del sacrificio; y el Sábado, el del ocultamiento. El amor prepara para dar la vida por aquellos a los que se ama; el sacrificio es necesario para afrontar la adversidad con fortaleza de ánimo; y el ocultamiento es la máxima expresión de la renuncia, el signo de que el corazón está absolutamente libre de apegos. Sobre estos tres pilares se construye el reino de la paz.
Si los hombres no aprenden esta canción y callan, las piedras -las ruinas- hablarán y el Mensajero de la Paz seguirá llorando sobre Jerusalén.
¿HEMOS COMPRENDIDO A JESÚS?
Dios siempre ayuda y por eso, cada mañana, orientaba a Isaías para que guiara a las personas, él cumplía, lo ofendían pero lo sufría con resignación porque sabía que la sociedad maltrata a quienes defienden la justicia y la verdad, les respondía con buenas acciones y agradaba al Señor.
Jesús también fue incomprendido y lo comprobamos porque el día que fue “aclamado” por el pueblo se reunió con los discípulos para celebrar la Pascua comiendo, bebiendo y, al finalizar, se encaminaron al monte de los Olivos. Al llegar los invitó a orar pero ellos se durmieron y
antes de que llegaran para detenerlo los despertó. Hubo enfrentamientos pero Jesús solucionó el problema, lo “acusaron” y “apresaron”, lo llevaron ante las autoridades para interrogarlo, no encontraban delitos y lo llevaron de uno a otro.
Pilato intentó salvarlo declarándolo inocente y proponiéndoles soltarlo después de azotarlo. No lo aceptaron y le pidieron que soltara a Barrabás. Pilato cedió, se lo entregó y lo llevaron, como un delincuente, hasta el monte de la Calavera. Cargado tuvo caídas y obligaron a Simón de Cirene a llevarle la cruz. Lo “crucificaron” entre dos ladrones y “murió”.
Lo sucedido los dejó desilusionados, doloridos y atemorizados porque, al no comprender la dimensión real de lo ocurrido, pensaron que todo había sido… ¡Un fracaso!
Esa visión cambia si tomamos como referencia el “Plan de Dios” para las personas pues entonces vemos otra realidad diferente: Sí “fracasaron” las autoridades pues actuaron contra Él empleando el “egoísmo” y la “mentira” para seguir disfrutando de sus privilegios.
Se hizo visible esa realidad después de matarlo pues sus seguidores y las personas buenas comprendieron quién era realmente cuando recordaban el verdadero sentido de sus palabras, las cosas que hacía para ayudarles y su lucha sin violencia para que hubiera igualdad. Entonces las mentes se abrieron y salieron sin miedo a las plazas para dar testimonio y predicar… ¡Ese fue su “triunfo silencioso” y el “gran fracaso” de quienes lo mataron!
Lo entiendo así porque aprendieran su mensaje de manera práctica y después continuaron la labor misionera que Él inició.
El diseño del Padre fue perfecto pero los discípulos, a pesar de haberle acompañado a diario, no tuvieron claras las ideas y creyeron, al crucificarlo, que se había acabado aquel viaje ilusionante que iniciaron un día junto al “lago”… ¿Por qué se sintieron perdidos?
Porque no es fácil asimilar que un día vieran cumplida en Él la promesa que les había hecho Dios sobre el Mesías, que lo proclamaran como tal, que en unas horas quedara destruida la esperanza de conseguir con su ayuda la libertad que Roma les había arrebatado y que, de pronto, todas esas ilusiones acabaran en la CRUZ.
Ocurrió porque esperaban ilusionados a un Mesías Salvador que expulsara a los romanos con una espada en la mano y no que les propusiera ofrecer la otra mejilla. Por eso se sorprendieron, lo rechazaron y prefirieron a Barrabás, un celota que luchaba contra Roma y mataba.
No lo interpretaron bien porque no comprendieron que sus palabras y acciones fueron las semillas que “sembró” para que la cosecha futura regalara el CRISTIANISMO.
No olvidemos que Pedro lo negó tres veces, Tomás necesitó tocar sus heridas y todos tuvieron miedo y se escondieron.
¿Sigo escondido en 2025 o doy la cara por Jesús cuando la ocasión lo requiere?
Yo creo que no le respondo como Él espera de mí.
SIERVO DE DIOS Y DE TODO SER HUMANO
Al momento de la cena de Jesús con sus discípulos, antes de ser prendido en Getsemaní, Teresita la llama “la tarde del amor”. Y añade que se dirige a sus discípulos hablando sin parábolas. San Lucas apunta que Jesús deseaba ardientemente ese encuentro con los suyos, en el preciso momento en que la noche más oscura se cierne sobre él; más oscura, más inmisericorde y más cruel. Negra y desesperanzadora.
Con los alimentos de la mesa se mezclan la traición y las disputas, una vez más, de los discípulos sobre quién de ellos es el mayor. Qué incomprendido es el amor; y cuanto más puro, más ininteligible. Ni siquiera falta, como aderezo, la bravuconería del que más se significaba entre ellos presumiendo de fidelidad a toda prueba, cuando ni siquiera va a ser capaz de superar la primera embestida de la fatalidad.
Jesús, que ha sido vendido por treinta monedas, pasará de manos de Pilatos a las de Herodes como moneda falsa y sufrirá en sus carnes y en su espíritu la tortura más refinada.
Desde entonces, quienes le seguimos reconocemos en él al Siervo de Isaías. Y aprendemos que, para saber decir al abatido una palabra de aliento hace falta abajarse, anonadarse, entregarse hasta el final. Morder el polvo como uno de ellos, como uno de tantos; descender hasta lo más profundo del abismo de nuestro ser.
Reconocemos, en la oración del salmista, al que en medio de los ultrajes más injustos no desespera del Dios que parece abandonarlo a su suerte; y persevera en la confianza, esperando contra toda esperanza, saliendo su alma indemne de la tortura.
Que las celebraciones de esta Semana Santa, de la Pasión y muerte de Jesús, acrecienten en nosotros el deseo de encarnar, en nuestro mundo, el amor que se arrodilla a sus pies para servirle. El deseo apasionado de recorrer, con Jesús, su camino de entrega por todos para alumbrar así, en nuestro aquí y ahora, las primicias del reino de Dios: reino de amor, de justicia y de paz.
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