Isaías: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel.
Romanos: Por él hemos recibido este don y esta misión.
Mateo: José: el hombre que colocó el honor de Dios por encima de su propio honor.
Romanos: Por él hemos recibido este don y esta misión.
Mateo: José: el hombre que colocó el honor de Dios por encima de su propio honor.
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Juan García Muñoz.
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LAS DUDAS DE JOSÉ (Mt 1,18-24)
En el último domingo del Adviento, como un preludio de lo que va a celebrarse en los próximos días, aparece la figura de José. Está desposado con María y, sin haber convivido con ella, descubre el embarazo. Pero es un hombre justo y, por ello, proyecta desaparecer, en lugar de convertirse en padre de un hijo que no le pertenece. En el sueño se le revela el misterio con el que se encuentra y la misión que se le ha encomendado: poner el nombre de Jesús –Dios salva– a un niño que es el Enmanuel –Dios con nosotros–.
Hay, en el relato, un dinamismo interno que va desde las dudas del justo hasta la obediencia, pasando por una doble revelación. En la primera, el ángel le desvela el misterio que se esconde tras el nacimiento de ese niño: es obra del Espíritu y tiene la misión de salvar al pueblo; en la segunda, el profeta desvela el misterio que ese niño representa: es Dios con nosotros. Ambas revelaciones unidas significan que Dios se hace presente en medio de los hombres para salvarlos.
Es el último paso hacia la celebración del misterio de la Navidad. Su sentido es evidente: sólo los justos –los humildes y misericordiosos– acogen el misterio de la presencia salvadora de Dios en medio de los hombres porque sólo ellos comprenden y aceptan esa presencia. No es propio de la mentalidad humana que la grandeza se muestre con humildad y sencillez, sino todo lo contrario: solemos revestir lo miserable con apariencia de grandeza. Pero no es ese –por lo que se ve– el estilo de Dios, al menos del Dios revelado en Jesucristo. Y es así, no para que conozcamos el misterio que él es, sino para que descubramos el misterio que somos nosotros.
Esa es la clave para entender el prodigio de la Encarnación: Dios se reviste de humanidad para revestir al hombre de dignidad. Por eso, Mateo, al hablar del fin de los tiempos, podrá decir que el Señor de la vida y de la muerte reunirá a todos los hombres como juez y separará a aquellos que trataron a sus semejantes con el respeto que se debe a Dios de aquellos que no lo hicieron. Cuando Jesús dice: “Tuve hambre y me disteis de comer... estuve enfermo y me cuidasteis... estuve en la cárcel y no me olvidasteis...” está cerrando la revelación del misterio de la Encarnación: Dios se hace hombre y se queda en cada hombre para que cada uno entienda quién es él y quiénes son los demás.
La Navidad está cerca, si bien el misterio que ella anuncia nunca ha estado lejos. Si el mundo acogiera ese misterio, muchos de los males que sufrimos –y de los cuales no pocas veces culpamos a Dios– estarían resueltos porque los valores que prevalecerían en el mundo de los hombres serán aquellos que pertenecen a la esencia misma de Dios: el amor, la generosidad, el respeto, la solidaridad, la misericordia, la bondad... La Encarnación ya fue, pero el Adviento nos advierte que aquello que sucedió hace 20 siglos hoy se sigue repitiendo. Celebrar lo que fue en el pasado sólo tiene sentido en la medida en que se le descubre en el presente, en la medida en que la fe reconoce la presencia permanente del Misterio. No se trata de mirar el misterio que tiene lugar en el cielo, sino el que sigue ocurriendo en la tierra; no es contemplar la encarnación histórica del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret, sino la encarnación permanente del Hijo de Dios en los hijos de Dios.
A José le cambió la vida cuando conoció a María, pero no sabía hasta qué punto. Y es que con Ella no ganaba para sustos... Primero fue lo de su maternidad, donde él no tuvo ni arte ni parte. De María no se podía dudar, porque todo mal pensamiento moría antes de nacer. Pero Ella forma parte de un misterio que José no puede penetrar, y él no quiere estorbar. Aquí se le rompió la vida por primera vez – no sería la única-, y se le hundieron todos los proyectos, los deseos e ilusiones.
Lo mejor será marcharse, y en silencio, para que no recaiga en María la más mínima sospecha. Habrá que dejar el pueblo, y el oficio, y a Ella... Y aquello era como haberse muerto de repente. O peor. José sabe que lo primero son los planes de Dios – porque aquí lo que se cuece es suyo- y se retira, que donde hay patrón no manda marinero, aunque el barco haga agua por un inmenso agujero.
Menos mal que Dios se manifiesta a José durante una vigilia atormentada. Le devuelve a su mujer, la pone en sus manos. A Ella y a un niño. La culpa de todo la ha tenido el Espíritu Santo, pero el que tiene que hacerse cargo es él, sin comerlo ni beberlo. También ha sido elegido, como María. A dedo. No se sabe si tuvo ocasión de pronunciar su “hágase”, lo cierto es que cuando estuvo bien despierto se llevó a casa a su mujer. Ya iría Dios abriendo caminos. Por ahora están juntos, y él ya es padre.
Bendita virginidad la que consideraron los antiguos, pues era signo de que Dios mismo estaba interviniendo en la humanidad. Debemos de comprender que lo realmente novedoso es el hecho mismo que Dios se ha hecho hombre. Esta locura debe ser asimilada. José, esposo de la humana María, tiene que comprenderlo. Cuántos de nosotros debemos comprender que Dios es amante de la humanidad. Los poderosos, contrarios a la humildad de José, no asimilan esta realidad. Desprecian a la humanidad embarazada de Dios, la apedrean, lapidan... San José, modelo de hombre nuevo, esposo de la nueva humanidad.
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