10 NOVIEMBRE 2013
DOM-32C
LUCAS 20,27-38: Dios
no es un Dios de muertos sino de vivos
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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EL DIOS DE LA VIDA (Lc 20,27-38)
Siempre ha inquietado al hombre su destino después de la muerte. Hoy, como en tiempos de Jesús, las posturas son muy diferentes: para unos la muerte es el final de todo y es vana la esperanza de sobrevivir a este mundo; para otros la vida sólo es el anticipo de una vida plena y definitiva; y luego están aquellos que piensan que el destino final del ser humano es perderse en la infinitud de Dios, después de haberse purificado de todo el mal que encierra en su corazón. Creen estos últimos que la vida humana es tan corta y el mal tan grande que son necesarias varias vida para lograrlo. Por eso –afirman– la vida es siempre reencarnación hasta alcanzar la iluminación completa.
El cristianismo no cree en reencarnaciones –pues predica que la muerte de Cristo ha purificado al hombre de todos sus pecados–, sino en una plena más allá del tiempo y del mundo. Esta forma de entender las cosas ha sido –es– considerada por muchos como fe desprovista de lógica y razón y, por ello, doctrina sin fundamento. Yo me pregunto por qué: ¿por qué razón es más racional, lógico y admisible creer en la nada que creer en una vida eterna? Hemos asistido a lo largo del siglo que termina a una especie de apropiación del pensamiento racional por parte de algunos increyentes con el consiguiente menosprecio de la fe como algo obsoleto, sin fundamento y propio de mentes débiles. Argumentan que no hay pruebas de que las cosas sean así y silencian que tampoco las hay de que no sean de esta manera. Y es que estamos ante un asunto en el que entra en juego la libertad de cada uno en virtud de la cual opta por lo uno o por lo otro. La fe y la increencia son opciones personales basadas en algunas razones y en no pocas vivencias y ambas implican un riesgo: el de equivocarse. Entendidas así las cosas, hay que saber asumir la propia postura con serenidad y respeto hacia la opción contraria y tratar de sobrevivir con el peso de las dudas y los interrogantes, conscientes de que el hombre no es sabio por sus certezas, sino por sus búsquedas.
El cristiano oye de Jesús palabras de esperanza. Cree en él y le cree a él cuando dice “Yo soy la resurrección y la vida”. Su Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Es esto lo que le sostiene en la lucha por mejorar el mundo. Tampoco ve la vida como azar, sino como un designio de amor. Por eso, al contrario de lo que algunos creen, la fe no le aleja del compromiso y del esfuerzo por lograr un mundo más justo y más humano, sino todo lo contrario. No es la fe un analgésico para soportar estoicamente sufrimientos, adversidades e injusticias, sino un acicate, un estímulo para perseverar a pesar de la adversidad, el fracaso e incluso la muerte.
Y, para terminar, hay una pregunta que muchos prefieren no plantearse: ¿es posible vivir plenamente la vida y ser feliz cuando sólo se espera la nada? Cada uno ha de buscar la respuesta en el santuario de su conciencia.
Hace falta ser miope y corto de alcances para pensar en la otra vida, la que nos espera después de la muerte, como en una mera prolongación de la de aquí.
Los saduceos negaban la resurrección, por eso plantean a Jesús una cuestión morbosa sacando sus consecuencias a largo, muy largo plazo, de un precepto de la Ley y presentando una situación tan absurda como inviable.
Gracias a ellos nosotros recibimos una valiosa enseñanza de Jesús sobre la otra vida y nuestra propia resurrección, la que nos espera como hijos de Dios, que lo es de vivos y no de muertos.
A veces sí somos miopes y nuestros alcances no llegan más allá, y es que solo conocemos esta vida que tenemos en que hombres y mujeres se casan. Solo la fe nos permite creer en la resurrección que nos espera, contemplar la morada de Dios como la nuestra, aquella cuyas puertas nos abrirá la muerte de par en par. Una muerte que es el paso necesario para volver a los brazos del Padre, para contemplar sin velos ni figuras el rostro de Jesucristo y para encontrar de nuevo, vivos, a quienes nos han precedido.
Jesús nos habla de quienes son juzgados dignos de la vida futura, y sabemos quién es nuestro juez y que su juicio es el de la misericordia. También nos dice que la vida de los que resucitan es como de ángeles. Poco espacio deja a nuestra imaginación, pues ignoramos casi todo de ellos, pero sí sabemos que adoran y sirven a Dios en el gozo supremo de su gloria y compañía sin fin.
Este episodio chocante de los saduceos y su negación de la resurrección es una oportunidad para renovar o plantearnos nuestra fe en ella, nuestra esperanza en la vida eterna. Una llamada a elevar la mirada, las aspiraciones del corazón; a dejar de lado lo rastrero y la mediocridad de nuestro día a día con la certeza de que pasa, tarde o temprano, y solo Dios no.
A diferencia de los saduceos, el cuarto hermano del libro de los Macabeos, no se pregunta por la otra vida, cómo será o qué pasará en ella, cree que vale la pena morir a manos de los hombres, torturado, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Pablo nos habla del Dios que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza.
Si pensamos en la muerte y lo que hay después como en el sueño que es, podemos hacer nuestras las palabras confiadas del salmista:
al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
La Palabra de Dios en este Domingo nos trae la alegría de la vida, de la vida de Dios, de la vida eterna, la continuidad de todo aquello en lo que creemos y es nuestra vida aquí y ahora, pero en su plenitud, “que tengáis vida y vida en abundancia” …. “y vuestra alegría sea completa”.
Es la alegría de que viviremos la vida eterna, donde habrá desaparecido la esperanza porque tendremos lo que esperábamos; desparecerá la fe, porque poseeremos lo que creíamos y viviremos el amor, que es y será nuestra vida por siempre jamás.
La vida eterna, que Jesús en el Evangelio de S. Juan (17.3), nos dice que es “conocerte a ti, único Dios verdadero y al que enviaste Jesucristo””, porque el amor entraña conocimiento, porque nadie puede amar lo que desconoce y nadie puede conocer lo que no ama y este es nuestro cielo nuevo y esta es nuestra nueva tierra, el amor.
La pregunta capciosa de los saduceos, es una argucia para rechazar al Dios de la vida y apegarnos a todo aquello que falsamente nos deslumbra como objeto de nuestra única felicidad, para dejar de lado al Dios del amor, que constituirá la felicidad, nuestro cielo, cuando llegue el día glorioso de la resurrección y de la vida, y para ello deberemos estar en amistad y cercanía de Dios y de los demás, haciendo desaparecer todo lo que nos aleje aquello que impida nuestro caminar al encuentro del Padre en compañía de todos los hermanos.
Hemos celebrado la fiesta de todos los santos, de los santos que no tienen día señalado pero que lo son y están en la compañía del Padre y hemos celebrado el día de los fieles difuntos, dedicado a pedir por los que nos precedieron en el amor del Padre, para se le perdone las debilidades que tuvieran en su camino, ¿pero por qué pedimos?, ¿por qué rezamos?, sencillamente porque están vivos, no vamos a rezar por la nada o ¿es que la muerte va dejando a Dios sin sus hijos e hijas. Cuando los lloramos, porque el dolor de la separación es fuerte, tenemos la esperanza y la fe de que Dios los ha acogido llenos de vida, porque los ha acogido en su amor, nuevo cielo y nueva tierra.
“” Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará”
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