22 JUNIO 2014
CORPUS CHRISTI
JUAN 6, 51-59: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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EL PAN DE LA VERDAD (Jn 6,51-58)
Son dos los días en que la Iglesia celebra de modo especial la Eucaristía: el Jueves Santo, que conmemora la institución de la misma, y la fiesta del Corpus, centrada en el misterio de la presencia de Jesús. Este año se nos lee un fragmento del discurso del pan de vida pronunciado por Jesús después de la multiplicación de los panes. La gente lo había visto resolver sus problemas y consideró que era el líder que necesitaban, así que decidieron elegirlo rey. Pero no eran esos los planes de Jesús. Por eso se quitó de enmedio. Cuando dieron con él, les habló muy claro: “El pan que yo puedo daros -vino a decirles- es el pan del cielo, la vida para siempre. Para eso es necesario comer mi carne, compartir mi vida, asumir mis ideales. Pero no es eso lo que vosotros queréis”. La reacción de la gente fue abandonarlo. Sólo quedaron los Doce.
Fue un momento importante en el ministerio de Jesús. Hasta entonces la gente lo buscaba por su poder. Cuando empieza a plantear exigencias desde su mensaje, le dan la espalda. La pregunta que la Iglesia ha de hacerse en cada momento es: ¿De qué se trata: de tener a las masas con nosotros o de predicar el evangelio de Jesús, aunque eso signifique quedarse en cuadro? Viendo el modo de actuar de Jesús, la respuesta parece evidente. Y es que, a diferencia de quienes fundamentan su poder en los votos, la Iglesia tiene una misión que ha de cumplir a tiempo y a destiempo, con el viento a favor y en contra. Adaptar el mensaje a las conveniencias de cada tiempo y grupo con tal de que se queden es ser infiel a su Señor y al pueblo que pretende conservar. La demagogia queda para quienes buscan estar siempre en la cresta de la ola a costa de lo que sea, no para quienes tienen la misión de navegar por los mares del mundo.
El compromiso de la Iglesia y de cada creyente es con la verdad, porque sólo ella libera y salva. Su tentación es adorar los poderes de este mundo y sacrificar la verdad en el altar del éxito y la popularidad. No está en mundo para que la quieran, la valoren y la admiren, sino para que la oigan cuando anuncia el mensaje de Jesús. Ése es el verdadero servicio y bien que puede hacer a la humanidad. Puede que al principio muchos la abandonen, también dejaron a Jesús y ¡eso que hacía milagros!, pero ella no puede abandonar su misión.
Cuando la Eucaristía pasee por nuestras calles, tendremos que preguntarnos si el paso de Jesús-Eucaristía por la ciudad significa la acogida de su palabra en los corazones de quienes acuden a contemplarlo; si celebramos su presencia y la vigencia de su mensaje o, por el contrario, todo es ausencia. Sólo el pan de la vida da vida al mundo. Si la Iglesia lo olvida, pierde su razón de ser.
A menudo me pregunto, con motivo de mi participación diaria en la Eucaristía, hasta qué punto creo las palabras de Pablo en su carta a los Corintios, qué significa para mí que el cáliz de nuestra acción de gracias nos une a todos en la sangre de Cristo, y el pan que partimos nos une en su cuerpo. Pablo afirma que el pan es uno y que nosotros, que somos muchos, formamos un solo cuerpo porque comemos todos del mismo pan. Y me pregunto hasta qué punto soy capaz de aceptar la diversidad, la pluralidad, las diferencias con mis hermanos y hermanas en nombre de nuestra participación en la misma mesa del Cuerpo y la Sangre de Jesús.
En el evangelio del día contemplamos la extrañeza de los judíos ante las palabras de Jesús: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?, y me figuro la de quienes nos observan, desde la increencia o el abandono de la fe, a quienes decimos creer que la carne de Jesús es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. Me pregunto qué testimonio doy yo, con mi acogida y trato a mis hermanos, que comulgan el cuerpo y la sangre de Cristo, como yo, porque si no los amo, disculpo, comprendo y perdono, teniéndolos delante y a mi lado, a la vera de mi camino, me engaño en mi devoción al contemplar a Jesús en el sagrario o en las manos del sacerdote durante la Eucaristía.
Para no olvidar que el cuerpo y la sangre del Señor se hallan no sólo en el altar o en la custodia, me he acostumbrado a situarme, mientras tiene lugar la consagración eucarística, entre los apóstoles durante el lavatorio de los pies, y a mirar con ellos a Jesús que se ciñe la toalla para realizar este servicio. A mí me sirve para recordar que mi adoración a Jesús Eucaristía resulta vana y vacía si no escucho sus palabras que me invitan a obrar como Él.
A mí me sirve para no quedarme sólo en la belleza de la promesa de Jesús: el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna; sino para ser consciente del significado de sus palabras: el que me come vivirá por mí, y caminar cada día entregando mi vida por los demás.
Me sirve para recordar que Jesús está no sólo en el pan y el vino que se consagran, sino también en los hermanos que participan conmigo en la Eucaristía. Tan escondido en el pan y el vino como en sus rostros, pero tan real y verdadero.
En esta festividad, no me sale otra cosa que una oración de agradecimiento y alabanza, a Ti, Señor del cielo y de la tierra, a Ti, Señor de los humildes y sencillos y de la historia, a Ti, hecho pan partido para que te compartamos.
Gracias porque escogiste un modo sencillo y humilde para tu presencia real entre nosotros, que si no la hacemos real entre aquellos de los que debemos hacernos prójimo, entramos en franca incoherencia con lo que decimos creer.
Danos tu ayuda, pues dijiste “sin mí no podéis hacer nada”, no nos deje solos y a la deriva de nuestro parecer, pues bien sabes de qué barro estamos hecho.
Haz, Señor, que comamos tu carne y bebamos tu sangre, aunque nos creamos inmerecedores de ello, pues nos haremos más tuyo y más de los demás, tu cercanía nos hará más cercanos de aquellos que más nos necesitan y muévenos el corazón a la compasión con el dolor y el sufrimiento de tantas personas como sufren en su cuerpo y en sus vidas los desgarros de esta sociedad, en la que estamos todos, que solo se mira a sí misma, olvidando su raíz trascedente y humanidad solidaria.
Señor, te paseamos en ricas custodias, llenas de oropeles y zarandajas, sin mirar tu historia entre nosotros, donde naciste en un pesebre, viviste en un pequeño pueblo de un más pequeño país, viviste despojado de todo, andando recorriste los pueblos y ciudades y el lujo más grande que tuviste fue un borriquillo y tu muerte, ya sabes, en una dura cruz,
¿Señor, nuestra vida, la mía, la de la Iglesia de hoy, es coherente con tu vida, con tu forma de ser y estar?
Señor haznos pobres entre los pobres y seremos tus discípulos, pues si seguimos en la riqueza, hagamos lo que hagamos estaremos lejos de Ti y de los que Tú escogiste como privilegiados y seguiremos siendo escandalo para todos aquellos a los que debemos dar testimonio de Ti.
Señor, que tu Paso, por nuestras calles, por mi vida, por nuestras vidas, sea una nueva Pascua, nueva gracia para vivirte y sentirte dentro de nuestras entrañas y en la compasión renovada de los que me necesitan.
María, madre de todos los hombres, ayúdame a decir AMEN
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