23 OCTUBRE 2016
DOM-30C
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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FARISEOS Y PUBLICANOS
En tiempos de Jesús, las figuras del fariseo y el publicano eran emblemáticas de dos posturas religiosas. El primero era un hombre respetuoso con las leyes religiosas y morales, cumplidor, piadoso, y, por tanto, con prestigio social. En definitiva: un hombre de bien, con buena imagen ante los hombres y –según creían– también ante Dios. Sostenían éstos que el Mesías vendría a restablecer el reino de Israel cuando surgiera un pueblo de hombres justos. Para estimular a la gente a emprender el camino recto procuraban dar ejemplo y por eso realizaban sus buenas obras donde pudieran ser vistos por todos. Con el tiempo esta intención se pervirtió y cayeron en la trampa del prestigio social y de la vanidad que lo acompaña. Jesús los acusa de ser hipócritas, pues cuidan mucho lo externo, pero tienen podrido el corazón.
El publicano, por el contrario, era un mal bicho. Su oficio era cobrar impuestos en nombre de los dominadores. Era, por tanto, un colaborador del enemigo del pueblo. Además, en asunto de impuestos –ayer como hoy– es frecuente que el cobrador se vaya la mano y sólo piense en el dinero, sin tener en cuenta la situación o necesidades de los contribuyentes. Según las enseñanzas fariseas, los publicanos sólo podían alcanzar el perdón si devolvían lo que habían cobrado injustamente y un quinto de su propiedad, además de dejar el oficio. La gente de bien evita el contacto con ello y no frecuentaba sus casas.
En la parábola Jesús los sitúa a los dos en el templo orando. Su oración es reflejo de su vida. El primero es un hombre justo que da gracias a Dios y enumera todas sus glorias. Acude al templo para ser reconocido y premiado por su justicia.. El segundo está hundido. Es consciente de ser un pecador necesitado de perdón. El primero es un hombre rico ante Dios. El segundo es un pobre en méritos personales.
Estamos ante dos estilos religiosos y ante dos enfoques de la vida. El primero busca el reconocimiento –religioso o social–; el segundo, la regeneración –espiritual o pública–. Estas dos posturas pueden ser también indicativas de dos enfoques de la vida: el de aquellos que buscan fama, reconocimiento, prestigio o presencia de modo que toda su energía se proyecta hacia lo externo, la apariencia, la imagen... y el de aquellos que cuyo interés se centra en el desarrollo interior, que consiste en lograr que la verdad reine en la mente, la bondad en el corazón y la rectitud en la acción. Mucho le queda por andar al mundo en que vivimos donde los intereses personales y colectivos nublan la mente, los apegos pervierten el corazón y el capricho esclaviza la conducta. Quiero pensar que la fuerza de la humanidad terminará imponiéndose a los depredadores del alma humana y que, muy pronto, un hombre nuevo se abrirá camino en el valle de las sombras.
El Evangelio nos invita a hacer nuestra la oración del publicano: "¡Oh Dios, ten compasión de mí, pecador! Nos presentamos así ante el Padre con nuestra verdad a cuestas. ¿Podemos acaso gloriarnos de algo delante de él? ¿Presumir? ¿Tenemos motivos para sentirnos seguros de nosotros mismos y despreciar a los demás? Porque si es así Jesús advierte que toda la seguridad que tengamos en nuestra conducta y nuestro desdén a quienes llamamos pecadores no nos justificarán ante él.
El fariseo se compara con los demás y encuentra que son injustos, adúlteros... en cambio él se ve sin mancha y candidato a medallas por ejemplar. Se siente seguro con sus prácticas piadosas y pretende comprar con ellas a Dios. El publicano, sin embargo, no tiene de qué enorgullecerse y se siente necesitado de la compasión de Dios. No aspira a nada más.
Hay otro fariseo, Pablo, que se siente orgulloso de haber combatido bien su combate, de haber corrido hasta la meta y mantenido la fe. Pero sabe que no puede gloriarse de nada que no haya recibido del Señor, que le ayudó y le dio fuerzas, que le libró y seguirá haciéndolo, que le salvará y le llevará a su reino del cielo. Pablo no ha hecho sino ser fiel a la gracia, responder al don de Dios.
El salmista sabe que cuando uno grita al Señor él lo escucha, y que el afligido no necesita más que su aflicción para mover el corazón de Dios, para ser atendido y acogido.
Porque la justicia de Dios, tan distinta de la nuestra y que tanto tiene que ver con su misericordia, le mueve a socorrer al pobre, a escuchar las súplicas del oprimido, los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja. No son sus méritos o buenas prácticas, sino sus gritos y sus penas las que consiguen su favor y alcanzan las nubes.
A Dios le mueve la verdad reconocida de nuestra condición, nuestra pobreza y pequeñez, que tanto pretendemos ocultar, disimular y enmascarar; que pongamos en él nuestra seguridad y confianza, nuestra esperanza y hasta nuestro pecado.
Hoy la Palabra de Dios insiste en la oración, la semana pasada era la perseverancia, esta es con qué actitud debemos orar.
El Evangelio usa en este pasaje una parábola y al igual que en otros parajes y parábolas, una dualidad de personas, como Marta y María, el hijo menor y el mayor, el samaritano y la pareja de sacerdote y levita, el rico y el pobre Lázaro y otros que no recuerdo en este momento, dado mis 37 años.
Es una forma de catequesis para que su mensaje llegue a nuestro corazón, no es que juegue al poli malo poli bueno, sino que lo que intenta es corregirnos de nuestros sentimientos y hechos farisaicos, porque “”nos tenemos, como dice el Evangelio, por justos, seguros de sí mismo y despreciamos a los demás””.
¡Qué vileza tan grande el desprecio de los demás! Porque en definitiva es un desprecio a Dios, pues nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha hecho hijos suyos y como tal tenemos esa grandeza y dignidad de los hijos de Dios, que el salmista canta en el salmo nº 8: nos ha hecho poco inferior a los Ángeles…….
La parábola nos enseña la actitud que debe tener nuestra oración, que no es otra que la humildad, vernos cómo somos, ver nuestras faltas y debilidades y desde ahí pedir la compasión de Dios, y así llegar a esa conversión total a Dios y no romper esa unión que la oración nos da con Dios, Padre de todos, que es lo que el fariseo olvida y nosotros olvidamos con harta frecuencia y nos miramos el ombligo y nos hacemos el centro…… de qué, si no soy más que un pobre pecador.
Desde mi humildad, reconociendo mis faltas y valores (porque si falta estos sería falsa humildad), pues la humildad es la verdad, cantemos con el salmista:
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca, mi alma se gloría en el Señor, que los humildes lo escuchen y se alegren:
María, Madre de Dios y Madre nuestra, contigo proclamo las grandezas del Señor y se alegra en Dios mi corazón. AMEN
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