29 ENERO 2017
DOM-04-A
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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SOBRE LA FELICIDAD (Mt 5,1-12)
El Sermón de la montaña comienza con ocho máximas, que señalan el camino hacia la felicidad, es decir, hacia la vida. La primera es la pobreza de espíritu, que no consiste en ser un apocado, sino en dirigir una mirada honesta hacia sí mismo y aceptar la propia condición con la humildad de quien reconoce sus errores. Lo contrario es la vanidad, que lleva a inflar el ánimo y creerse grande.
La segunda es la fortaleza de espíritu, la capacidad de sacrificio. No se trata de buscar el sufrimiento, sino de plantarle cara cuando él nos encuentra. El hedonismo reinante pretende eliminar todo dolor y malestar, como si el objetivo de la vida sólo fuese disfrutar. Pero es gran engaño creer que eso es posible, pues, ni el mundo es un paraíso ni el ser humano, un dios. Entender así la vida es acumular méritos para la frustración.
La tercera norma es saber llorar. No digo ser un quejica, ni lamentar continuamente la vida y sus sinsabores. Es el desahogo natural de un corazón insatisfecho porque, pudiendo ser las cosas de otra manera, no lo son debido a la desidia, el egoísmo o el desamor de quienes podrían hacer un mundo más feliz y humano. En esa búsqueda de un mundo mejor –ésta es la cuarta norma–, lo que ha de guiar el pensamiento, la voluntad y la conducta es la justicia. El bien ha de ser beneficio de todos y no patrimonio de unos cuantos. La felicidad que no es para todos tampoco es completa para algunos.
La quinta norma es tener un corazón compasivo con todos, especialmente con los que sufren. Quien no es permeable al dolor ajeno, tiene un corazón de piedra. Y no es feliz porque, si no se es sensible al dolor, tampoco se es sensible a la dicha. Quien no sabe sufrir tampoco sabe gozar. Se ha apagado en él el fuego de los sentimientos.
La sexta norma es la limpieza de corazón. Consiste en mantener el corazón libre de la mentira. Los golpes de la vida van creando en torno nuestro un caparazón, bajo el cual intentamos sobrevivir. Al mismo tiempo vamos generando prejuicios, desconfianzas, miedos... Es así como construimos un mundo de mentiras y nos instalamos en él. Para ser feliz hay que abrirse a la luz, a la verdad.
La séptima norma es construir la paz: la propia y la ajena. Los violentos terminan engullidos por la violencia que ellos generan. La paz de la que hablamos es la que, instalada en el corazón, irradia sus destellos e ilumina todo lo que está a su alrededor. Es la paz que brota de un corazón recto, justo y bondadoso.
La octava norma es ser fiel a sí mismo a pesar del rechazo: conservar los principios a pesar de que las circunstancias, el ambiente o las presiones intenten lo contrario. Quien renuncia a sus valores para someterse a los desvalores del medio en que vive, está entregando su vida y su dicha al capricho y la voluntad de otros. Es una forma de esclavitud.
Quien quiera vivir de esta manera ha de prepararse porque encontrará rechazo y persecución, pues, al mundo en que vivimos, no le gustan quienes piensan, viven y son de otra manera.
Así como enseñamos a nuestros niños y jóvenes lo que deben creer, celebrar y orar, así también habría que enseñar las bienaventuranzas, para conocerlas y recitarlas, para asumirlas como el fundamento de la vida del cristiano. Vivir el espíritu de las bienaventuranzas es hacer presente el Reino de Dios entre nosotros.
Siempre resulta estremecedor escuchar a Pablo en su carta a los Corintios: "Fijaos en vuestra asamblea..." y contemplar la fotografía de nuestras comunidades religiosas y parroquiales: "No hay en ellas muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas..." Abunda, más bien, "lo necio del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta" Aquello que jamás hubiéramos elegido, de buen grado y por propia iniciativa, para nuestra comunidad. Pero los ojos y el corazón del Padre no son como los nuestros.
Mucho antes de Cristo, Sofonías ya hablaba de un resto: un pueblo pobre y humilde que confía en el Señor y no mentirá ni obrará el mal: los bienaventurados. Y hasta el salmista se refiere a ellos cuando habla de los oprimidos, los hambrientos y los cautivos; los ciegos y los que se doblan, los justos y peregrinos, huérfanos y viudas que son socorridos y amparados por Dios.
Las bienaventuranzas son un estilo de vida, una opción personal, un camino a recorrer, una resistencia activa, un compromiso esforzado, un riesgo y un desafío para los hijos de Dios, los discípulos de Jesús. Solo viviendo las bienaventuranzas se puede transformar el mundo y hacer de él la casa de todos donde todos son hermanos.
Los bienaventurados son fermento en la masa, la imagen más acabada de Dios, del corazón de Jesús, canales de la gracia y bendición allá donde se encuentran. Y los hombres y mujeres más felices de la tierra porque solo pueden gloriarse en el Señor; el único que es para ellos sabiduría, justicia, santificación y redención.
Ser felices, dichosos, como piensa Jesús
El Evangelio de S. Mateo nos propone dos pasajes que se correlaciona, uno es el de las Bienaventuranzas y el otro el llamado juicio de las naciones, en el primero se propone el programa del seguidor de Jesús y en el segundo se analiza como se ha cumplido ese programa.
Las lecturas a proclamar invitan a invertir los valores, como nos dice Caritas, que la sociedad nos presenta como el modo o la manera de ser felices, puesta en el tener, en el acaparar, en el subir a lo más alto a costa de lo que sea, pisando cabezas y pisando corazones.
Y viene Jesús y nos dice no, “así no será entre vosotros (como dijo a la petición de la madre de los Zabedeos), sino al contrario, elige la pobreza, el desprendimiento, en el llanto y el sufrimiento tendrás mi consuelo, tus ansias de justicias será saciado, siendo misericordioso alcanzará misericordia, con tu mirada limpia veras a Dios, trabajando por la paz serás hijo de Dios así como cuando te insulten estarás en el Reino de Dios
De todo ello nos habla la primera y segunda lectura, pues esa dicha que nos trae Jesús, no es más que para los humildes, débiles, desprendidos, los excluidos, los que no son nada, los que lo tienen todo, ese todo es su Dios.
Para todos estos Jesús dice que gozarán de la misericordia de Dios y serán los que lleven adelante el Reino de Dios en la tierra, porque comprenderán a todos los que se encuentren en esas situaciones, porque viviendo la presencia de Dios, vivirán la cercanía de Dios en ellos y en los hermanos, lo que pienso que es la clave de las Bienaventuranzas, Dios en nosotros, cualquiera que sea nuestra circunstancia.
Tenemos que reflexionar a la luz del Evangelio y lecturas de este Domingo y a la luz del capítulo 25 de S. Mateo, pues como decía S. Juan de la Cruz, al atardecer de nuestra vida nos examinarán del amor, de ese amor que hayamos podido derramar desde nuestra familia hasta los más lejanos en el tiempo y en el espacio, pues el Reino de Dios no es otra cosa, pienso yo, que proclamar y llevar el amor de Dios a todos los hermanos en esta tierra incluso a los que dicen no creer.
Terminamos hoy El Octavario de oración por la unidad de los cristianos, que ha tenido como lema, “el amor de Cristo nos apremia” (2Co5, 14-20), pues que no sea solo en estos días nuestra oración por la unidad, acordémonos de esta unidad por la que rezamos en todas las misas después de la consagración
“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”
Seamos uno con Cristo cuantos invocamos su nombre y seamos uno con todos los hombres, especialmente con los que más sufren.
María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por tus hijos para que con una sola voz, alabemos y glorifiquemos a Dios nuestro Padre, AMEN
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