13 AGOSTO 2017
DOM-19A
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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CAMINAR SOBRE LAS AGUAS (Mt 14,22-33)
No cabe hacer una lectura del pasaje evangélico que hoy leemos quedándonos en lo maravilloso o extraordinario de lo que se narra: Jesús, en medio de la noche y con un viento amenazador, camina sobre las aguas e invita a Pedro a hacer lo mismo. El evangelio no es el relato de las epopeyas de un héroe, sino anuncio, buena noticia. Si no fuera así, Mateo habría ignorado el hecho.
Para comprender el alcance del mismo hay que observar los detalles que el evangelista suministra al lector: están en medio del mar, las aguas están revueltas, tienen el viento en contra y es de noche. Agua, viento y tinieblas son los elementos que definen el caos. Se trata del peligro supremo, de la gran prueba. Mateo piensa en una Iglesia que sufre la persecución cuando su Señor está ausente. En ese momento, él aparece caminando sobre el caos, sobre las aguas. El mar no le puede engullir porque él pertenece a otro mundo, a otra realidad. Cuando le ven, aumenta su temor porque a la situación se añade una amenaza sobrenatural -creen que es un fantasma-. Las palabras de Jesús son palabras de consuelo y estímulo: “¡Ánimo! ¡No temáis: soy yo!”. Cuando llega la prueba, la Iglesia -los creyentes- ha de saber oír y ver a su señor en medio del caos que le envuelve o estará perdida.
En la segunda parte del relato, Pedro interviene con la osadía que le caracterizaba, sólo que esta vez muestra la confianza de la Iglesia en la palabra de su Señor. Apoyado en ella, caminó como Jesús sobre la tormenta, pero el miedo le hizo dudar y empezó a hundirse. Jesús lo agarró con fuerza poniendo así remedio a su cobardía. El evangelista está exponiendo las etapas de un proceso espiritual: cuando, en medio de la tentación y la prueba, se descubre a Jesús, el corazón siente la necesidad profunda de acercarse a él y, con él, compartir el triunfo sobre el caos y la muerte. Eso es posible, pero el riesgo sigue presente y el miedo es mal consejero. En esos momentos no se puede dudar. La verdadera prueba de la fe no ocurre cuando estamos sumidos en el peligro, sino cuando estamos saliendo de él, pues es en ese momento cuando uno duda de que sea verdad lo que está ocurriendo. Voces -interiores y exteriores- se alzan contra la convicción de aquellos que tienen la osadía de caminar sobre las aguas fiándose de la palabra de Jesús.
El final del relato es una confesión de fe de todo el grupo, no sólo de Pedro. Lo que han visto y lo que han vivido les ha confirmado en la opción hecha. Aquel a quien siguen no es una ilusión, una creación de sus deseos insatisfechos ni el símbolo de sus ilusiones, sino el Hijo de Dios, capaz de caminar sobre las aguas y hacer que sus seguidores caminen con él. Como decíamos al principio, no se trata del relato de un prodigio para despertar admiración, sino de una invitación a creer en medio de la oscuridad.
LA ORACIÓN DE JESÚS
El Evangelio de hoy como otros muchos pasajes, nos dice que Jesús despidió a la gente que se habían saciado con el milagro de la multiplicación de unos panes y unos peces “”y subió al monte a solas para orar””
No voy a explicar el significado del monte que ya se hizo en la Hoja de la semana pasada, pero si expresar la pregunta que siempre me hago, ¿cómo era la oración de Jesús, cual era ese dialogo con el Padre que tenía constantemente?, pues sabemos de algunas de las oraciones de Jesús que hizo públicamente como la acción de gracias por revelar el Reino a los pequeños, la de acción de gracias en la resurrección de Lázaro, la aceptación de la voluntad del Padre en el huerto de los olivos….., no recuerdo otras en estos momentos y la edad no perdona.
Pero hay una cosa común en esos ratos de oración más frecuente y de las que no sabemos nada sobre su contenido y es que Jesús se retiraba al monte, al descampado, a las afueras de las ciudades y aldeas, “a solas” para orar.
“””Es quizás lo más difícil.
En la oración, Dios se hace el encontradizo, no es que nosotros lo alcancemos.
Pero a la gente tenemos que despedirla nosotros.
Somos nosotros los que tenemos que ausentarnos.
Somos nosotros los que tenemos que dejar la bulla, interior y exterior.
Somos nosotros los que tenemos que tomar distancias frente a la aglomeración en los lugares de la superficialidad, de los cuchicheos, de las trivialidades.
Somos nosotros los que tenemos que negarnos a la disipación, a los ritos puramente exteriores, al reclamo del vacío.
No hay oración, o sea, verdadero encuentro con Dios, si no tenemos ánimo de eliminar el estrepito, la dispersión, para atrevernos a aceptar la soledad.
Hay que despojarse de la agitación, de las prisas, recobrar la calma, descubrir de nuevo el sentido de la gratuidad.”””
Todo esto que no es cosecha del que escribe, nos lleva a estar atento al paso del Señor, que viene en ese leve susurro, en las cosas pequeñas de cada día, en lo extraordinario de lo ordinario, en lo pequeño, en la limpieza y sencillez de ser como niños, mirada limpia y mano tendida, ahí encontraremos o mejor dicho, Dios nos encontrará en la oración, unión con Dios para unirnos a los hermanos.
Y esto a pesar de las dudas y desconfianza, a pesar de nuestras indiferencias, relajación, en definitiva creemos pero nuestra debilidad nos hunde en los afanes de cada día y tenemos que gritar y escuchar el reproche de Jesús sobre nuestra pobre fe y como los apóstoles, tenemos que pedir al Ser que nos aumente la fe (Lc 17.5), la confianza, la entrega, la plena disposición porque solos no podemos hacer nada (J 15).
Una y mil veces digámonos con el salmista “”Voy a escuchar lo que dice el Señor”” y busquemos en nuestro pobre interior, inclinando nuestra cabeza con adoración, gratitud y humildad verdadera, ese susurro de Dios.
María, Madre de Dios y Madre nuestra, Tú que proclamaste la grandeza del Señor porque había mirado tu humildad, ayúdanos en nuestros avatares de cada día, AMEN.
Un Elías roto, derrumbado y temeroso, se refugia en la soledad de una gruta del monte de Dios y lo encuentra en una brisa suave. Solo así podrá recuperar la paz después de experimentar, por dentro y por fuera, la fuerza de un viento huracanado, un terremoto y el fuego.
En el episodio de la barca sacudida por las olas, los discípulos confunden a Jesús con un fantasma y sienten pavor ante la inclemencia de los elementos y la ausencia del Maestro.
Con los ojos puestos en él y confiando en su palabra podemos caminar sobre las aguas sin hundirnos. Fiados en nuestras propias fuerzas, con los sentidos puestos en la furia de las dificultades, nos hundimos sin remedio, como Pedro.
Jesús se retiraba a solas para orar, y lo hacía durante horas. Buscaba la voluntad del Padre para encontrar el camino a seguir y conjurar así la tormenta de la tentación que amenazaba con apartarle de ella.
El salmista también sabe de tempestades exteriores e interiores y se pone a la escucha del Señor. Percibe entonces lluvias fecundas que anuncian cosechas, aires de paz, salvación y gloria, fidelidad y justicia.
Y Pablo, que ha pasado mil calamidades a manos de sus hermanos de raza y sangre, bajo la luz del Espíritu Santo, desea incluso ser un proscrito lejos de Cristo por la salvación de ellos.
Si la semana pasada buscábamos nuestros momentos de Tabor para bajar del monte y seguir, con Jesús, el camino de la cruz de cada día, este domingo nos retiramos con él a orar para fortalecer nuestra fe y caminar sobre las aguas agitadas sin hundirnos, fijos los ojos en él, escuchando su voz: ¡Ánimo, soy yo, no temáis!
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