10 SEPTIEMBRE 2017
DOM-23A
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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SI TU HERMANO PECA (Mt 18,15-20)
La condición histórica del ser humano hace que éste, aún estando llamado a realizarse plenamente y, por tanto, a alcanzar la perfección, con frecuencia deje que desear en su conducta y se enrede en las trampas del mal. Vivir es caminar y caminar supone cansancio, suciedad, equivocaciones y tropiezos. Jesucristo, cuando crea el grupo de los discípulos, les pone como ideal la perfección, pero sabe que la imperfección les rondará en todo momento. Por eso establece un modo de actuar con el pecador según criterios bien precisos.
En primer lugar -dice- hay que acercarse a él. El libro del Levítico estableció que no se debe aborrecer a nadie, sino que hay que corregirle para no ser cómplice de su pecado. Muchos, ante la falta ajena, optan por el desprecio y la murmuración -que es cosa más propia de espíritus mezquinos que de corazones nobles-. Jesús establece una norma que brota de la fraternidad: quien conoce la falta y no hace nada, incurre en culpa y es responsable, en cierta medida, del pecado del otro. La corrección ha de hacerse a solas y en privado porque el objetivo no es humillar a nadie sino salvar al hermano y hacerle retornar al buen camino. El primer paso, por tanto, lo da la caridad.
Pero puede ocurrir que el otro no atienda razones ni advertencias y se empecine en su pecado. En ese caso hay que darle una nueva oportunidad. Según la ley, sólo era válido el testimonio coincidente de dos testigos. Si la llamada del amor no ha sido oída, entonces hay que recurrir a la razón jurídica. La corrección se hace por exigencia de la justicia. Es así como se estrecha el cerco en torno al pecador.
Si la anterior medida no surte efecto y el pecador no se corrige, entonces ya es un asunto público y debe ser la comunidad en pleno, reunida en asamblea, la que trate el asunto y haga una amonestación abierta y firme. Si tampoco atiende esa voz, debe ser considerado un extraño porque quien rechaza la mano que ofrece ayuda se sitúa fuera de la comunión y de la fraternidad. Resulta dura la medida con el pecador impenitente, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que ha ido precedida por acciones emanadas del amor y de la justicia y que, a la postre, sólo es reconocer y hacer pública una decisión personal.
De todas formas -y esta es la segunda norma- la decisión no es definitiva. Las palabras que siguen reconocen a la Iglesia el poder de atar y desatar indicando con ello que las puertas -las de la Iglesia y las del cielo- siempre están abiertas al pecador arrepentido. En el curso de la vida nada es definitivo. Mientras es de día, las puertas permanecen abiertas -para entrar y para salir-. Sólo se cierran cuando llega la noche. La última norma recoge el espíritu de donde brota lo anterior: la unidad de los hombres es garantía de la presencia de Dios en medio de ellos.
AMOR Y PRESENCIA
“A nadie debáis nada, más que amor”
Estas palabras del Apóstol Pablo nos zarandean, al igual que las palabras de Jesús “amaos unos a otros, como YO os he amado”.
Nos está diciendo que lo primero y único de nuestra vida es amar y podemos preguntarnos qué es amar?
Y si miramos la vida de Jesús, la vida de María, la vida de todos los santos que han seguido de manera ejemplar los pasos del Maestro, amar no es otra cosa que DARSE, no dar, sino DARSE, entregarse, morir para que nuestro grano dé frutos y a quien, a todos.
El Apóstol no excluye a este o a aquel, nos dice que a NADIE, por ello no podemos en nuestra vida de cristiano excluir a los que no nos hacen gracia o a los que nos hacen el mal, nuestro amor no tiene fronteras, no tiene límites y podemos seguir el mismo capítulo 13, donde el apóstol entona ese canto al amor que todos conocemos.
Este mensaje no lo hemos hecho carne de nuestra carne, no hemos llegado como decía la Madre Teresa, “amar hasta que nos duela”, hasta que nos duela el dolor y el clamor de todos los excluidos y marginados de la vida, de los que siempre estamos diciendo que son los preferidos de Dios, pero parece que no son nuestros preferidos porque sencillamente están ahí y si lo fueran, no deberían estar en esa condición de indignidad.
A nadie debáis nada, más que amor
¡Cuánto cambiaría nuestro mundo, nuestra sociedad podrida por la ambición y la avaricia en todos los órdenes de nuestra vida!
Pero Dios siempre está, como dirían los taurinos, al quite en nuestra vida y nos da su presencia en medio de nosotros, en medio de la comunidad que empieza con más de uno y tiene que terminar con todos los hombres y mujeres de este mundo, conforme con el mandato de Jesús, “id y haced discípulos….”, esa presencia la tenemos que hacer vida en nosotros y dar esa vida, no podemos quedarnos con lo que gratis hemos recibido, tenemos que salir de nuestro yo, de nuestra comodidad, de nuestra mal entendida humildad de que no sirvo para nada: miremos a nuestras fuentes, ¿Qué eran Pedro y los demás? Pobres e incultos habitantes de un pobre y pequeño país, pero contaron con la fuerza del Espíritu y llegaron a los confines del mundo.
Sintamos el Espíritu Santo en nuestras vidas y arrasemos el mundo con la Buena Noticia del Reino de Dios.
El salmo que hoy Martes proclamamos dice así
“”El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?””
¿Qué más queremos? Deberíamos comernos el mundo, en lugar de zancadillearnos tanto los unos a los otros.
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, que en Huelva te veneramos en la advocación de la Cinta, enséñanos a decir AMEN
También a nosotros, como a Ezequiel, nos ha puesto el Señor de atalaya en el seno de nuestra comunidad cristiana.
El salmista nos exhorta a escuchar la voz del Señor, a guardar sus mandamientos y ponerlos por obra. Y San Pablo nos pide que a nadie debamos nada, más que amor.
Pero muchas veces pecamos y nuestro pecado nos daña a nosotros y a la comunidad. Es hora de echar mano de la herramienta que nos propone Jesús: la corrección fraterna. Lo malo es poner en marcha la corrección y olvidar lo de fraterna. Y aplicar una corrección sin su apellido suele ser venganza, resentimiento, cobro de facturas atrasadas y un sinfín de despropósitos que no tienen que nada que ver con el amor a que nos exhorta San Pablo.
La mejor corrección es la que se hace por amor y desde el amor. Es eficaz si duele al que la practica, tanto o más que al que la recibe.
Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy cuestionan profundamente nuestra relación con la comunidad y nuestra forma de corregir. Hace falta un gran desprendimiento de uno mismo para ponerlas por obra, pero nos jugamos salvar a un hermano o perderlo. También suponen una comunidad de creyentes unida donde todos se apoyan unos a otros y ponen toda la carne en el asador para la construcción de la comunidad en el amor.
Practicar la corrección fraterna puede ser un trago amargo para quien la lleva a cabo y para el que la sufre, y hay que estar dispuesto a cargar con las consecuencias. Por eso es, probablemente, una de las mayores pruebas de amor fraterno.
El viejo dicho: Quien bien te quiere te hará llorar, puede ser cierto aquí. También es prueba de amor llorar por tener que corregir. Pero el que ama no dudará en hacerlo. Está en juego el crecimiento o la sanación del que ha de ser corregido. La cuestión es: ¿Cuánto nos importa?
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