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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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LAS DUDAS DE TOMÁS (Jn 20,19-31)
Estaban escondidos y asustados y Jesús se les mostró extendiendo ante ellos las manos y mostrando el costado. Eran los trofeos de su victoria. Ellos, al verlo, se llenaron de alegría. Es el sentimiento que invade a todo el que se encuentra -en medio de sus dudas y temores- con el Señor de la vida. El primer rasgo de un cristiano es, precisamente, la alegría, ya que ella es el brillo del amor. Pero una alegría que nadie puede quitar porque no procede de nada que alguien pueda darnos, sino de algo más profundo.
Después de tranquilizarlos, los envía a cumplir su misión en el mundo: la misión de perdonar. Para ello les entrega su Espíritu. Y es que la misión de perdonar excede con mucho las posibilidades humanas, como bien decían los fariseos a Jesús. La Iglesia no cree tener por derecho propio el poder de absolver o no la culpa. Sólo Dios es Señor del perdón. Pero ella ha recibido una misión que de anunciar el perdón. Esa fue la gran lección de la cruz: la violencia y el odio desatados contra él en su pasión no consiguieron descabalgar a Cristo de la montura sobre la que entró en Jerusalén: la paz y el amor incluso al enemigo. Por eso murió perdonando, aunque algunos, después de veinte siglos, aún sigan odiándole por ello.
Todo esto va precedido del saludo de la paz, el principal de los dones del Mesías. Paz, alegría y perdón: ¡Hermosa trilogía para un mundo demasiado carente de las tres! La misión del cristiano, como la de Cristo, es anunciar a un mundo, castigado por la violencia, la paz más profunda y valiosa: la del corazón; entregar la dicha más auténtica a un mundo entristecido, que oculta su insatisfacción en una compulsiva búsqueda de placeres; y liberar de la angustia de la culpa a quienes han olvidado el concepto de pecado, pero no se han podido liberar del sentimiento que conlleva la connivencia con el mal.
Tomás representa a todos los escépticos, a todos aquellos que sólo creen en lo que puede verse y tocarse, a los que hacen gala de ser prácticos y positivos. Sólo creen en la verdad de los sentidos. Lo cual es bien poco. A éstos Jesús les dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. No está hablando de falta de rigor o ingenuidades. Habla de que hay otra realidad tan presente y comprometedora como aquella que creemos conocer. Ignorar esto no es cosa de sabios, sino de engreídos.
Más aún: sólo es verdadero sabio quien sabe ver siempre más allá, quien no se deja engañar por la apariencia, quien busca en todos y en todo el espíritu que anima a cada ser. Tal vez la fe no sea -como en otro tiempo se creyó- una debilidad del ignorante, sino una necesidad, un valor, para la supervivencia. Han pasado los años, al menos eso parecía, en que los creyentes casi teníamos que pedir disculpas por creer y ser aceptados sin ironías ni menospre¬cios. Hoy la fe es un don que ofrecemos al mundo con la paz, la alegría y el perdón.
En los textos que narran la resurrección de Jesús es evidente la dificultad de los discípulos para creer. Y no olvidemos que la resurrección es, precisamente, cuestión de fe.
Hoy, igual que ayer, el miedo y la oscuridad reinan por doquier; y las puertas atrancadas de los corazones, atrincherados en la soledad o en compañía de otros igualmente desamparados y a la deriva de resquemores y desconfianzas.
El Aleluya pascual viene a recordarnos que Jesús, porque vive, es capaz de hacerse presente entre nosotros rompiendo barreras y resistencias, si estamos juntos. Que nos regala su paz, la paz verdadera que nada ni nadie más puede dar; la que procede del crucificado, del que entregó su vida por amor hasta el último latido.
Pero la paz y el don del Espíritu no son para nosotros solos, empujan a la misión; somos enviados. Nuestro testimonio: “Hemos visto al Señor”.
Siempre habrá quien dude, y Jesús tiene paciencia. Solo, no se puede conseguir, pero en el seno de la comunidad de fe siempre se podrá experimentar la presencia viva del Señor, aunque sea ya al caer de la tarde. Cualquier hora es buena para creer. Y para que creyendo tengamos vida en su nombre.
Celebramos el segundo Domingo de Pascua que nos trae la alegría de la Resurrección, la duda, como ayer jueves y la última Bienaventuranza de Jesús.
Somos dichosos, somos bienaventurados porque nos lo dice Jesús, “”dichosos los que creen sin haber visto”” y nosotros en el día de hoy hemos dado nuestra fidelidad, nuestra aceptación, nuestra adhesión al Resucitado, a quien no hemos visto con los ojos de la carne pero si con los ojos de la fe, esa fe que se nos ha dado y nosotros hemos hecho presente en nuestra vida con nuestro sí a Jesús, con nuestro sí al Padre que nos fue revelado por Él y a la fuerza del Espíritu que nos lo ha hecho posible.
Nuestro corazón ha estado abierto y nuestra voluntad la hemos puesto a su disposición, somos, queremos ser discípulo, queremos ser seguidores de Jesús, queremos ser y llevar su Vida desde ya.
Sabemos que nuestra recompensa será grande, pero no nos librará del dolor de que nos perseguirán, nos insultarán, seremos y somos minorías, pero todo lo podemos con Él, con Jesús el Cristo.
No es cuestión de número, no es cuestión de llenar carreras oficiales en los desfiles procesionales si luego no hemos pasado más que de un espectáculo y nuestras Eucaristías están vacías, si nuestras comunidades son mínimas, parece que nos sobran templos, seminarios, centros de pastoral, pero el desaliento no tiene que estar en nuestras vidas, al revés, es cuando nuestra esperanza tiene que ser más viva, nuestro amor a todos, sea o no de los nuestros, nuestra fidelidad, nuestra confianza más completa: tenemos que estar feliz de ser, quizás hoy por hoy, el llamado “”resto de Israel”” en nuestra sociedad y como tal tenemos que mirar adelante, Él nos guiará.
No creemos en una persona muerta, sino en un Vivo entre nosotros, en alguien que nos acompaña, que nos dice que creamos contra toda corriente “”no seas incrédulo, sino fiel””.
La duda siempre acompañó a los discípulos, como en el pasaje de la tormenta en el lago, o el de su andadura por las aguas y resucitado como en el evangelio de ayer y de hoy, final del de Juan, la pesca milagrosa, en la que tuvo que ser aquel discípulo que Jesús amaba quien lo reconociera.
La duda siempre ha estado y estará en los que nos llamamos cristianos y en mi parecer, no es malo que esté presente, porque es señal de que esta Vida que hemos elegido seguir nos interpela y ante ello nos salta nuestra indecisión, pero nos obliga a repasar nuestra vida, nuestras actitudes, nuestras posturas en la sociedad y de todas nuestras angustias saldremos, salimos confirmados aún más en nuestra fe.
Recemos con el salmista dando gracias al Señor, porque es bueno y eterna su misericordia con nosotros, no nos deja solos, no nos abandona “empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó” “”hay cantos de alegría en las tiendas de los justos””
Que podamos decir como S. Pablo en la segunda carta a Tito, “”Sé de quien me he fiado””
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por nosotros, porque tu Hijo a quien mereciste llevar, ha resucitado según su Palabra. ¡AMEN!, ¡ALELUYA!.
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