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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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RIQUEZA Y MÉRITO (Mc 10,17-30)
Uno de los pilares del Judaísmo era la ley del mérito, según la cual el bien futuro del hombre y su salvación eterna dependen de cómo sea su vida en el presente. La salvación venía a ser el salario merecido del esfuerzo. La pregunta que un desconocido le hizo un día a Jesús - “¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?”- responde a esa mentalidad y la respuesta que él le dio sigue la lógica del momento: "Cumple los deberes con el prójimo". La contestación del interesado -"Es lo que he hecho hasta ahora"- indica que estamos ante alguien que aspira a más.
A partir de ese momento, el encuentro con Jesús adquiere un valor especial. El maestro de Nazaret le hace la propuesta del seguimiento: "Deja todo aquello en lo que has puesto tu corazón, sé generoso con los necesitados y sígueme". Renuncia, generosidad y seguimiento. Dejar los apegos, abrirse a los demás y aceptar el ideal de Jesucristo. Son los tres elementos que configuran la identidad del discípulo.
No era eso lo que esperaba aquel hombre y se marchó desoyendo la invitación de Jesús. Éste aprovechó entonces la ocasión para dejar las cosas claras a sus seguidores en este punto. Debió desconcertarles su enseñanza porque la mentalidad del momento era que las riquezas son un don de Dios, una bendición, y, por tanto, un signo de su predilección. Él, tomando un dicho de la época, dice que es imposible aceptar el Reino de Dios cuando el corazón está atrapado por la riqueza. La opción del cristiano -la fe- supone una escala de valores diferente de la que domina en el mundo. La riqueza en cualquiera de sus formas -económica, política, social, cultural...- es siempre un bien perecedero y emplear la vida en aumentarla sólo es una forma de desperdiciar la existencia. La única riqueza que merece la pena y que dura para siempre es la generosidad. A algunos esto puede parecerle un ideal imposible, pero Dios puede cambiar radicalmente el corazón y hacer ver que la riqueza no es meta, sino medio. Quien no comprende la verdadera naturaleza de las cosas materiales está condenado a ser esclavo de ellas.
En este punto interviene Pedro en nombre de los Doce para recordarle que ellos sí le han seguido. Jesús le responde completando su enseñanza: no se refiere sólo a la riqueza material -al dinero-, sino a todo aquello que da seguridad en este mundo: familia y patrimonio. La seguridad del discípulo sólo se encuentra en Dios y el bien supremo no es cosa humana ni de este mundo. Sólo quien comprende esto es capaz de la renuncia, de la generosidad y del seguimiento. Una vez más centra la atención en lo esencial y sus palabras nos recuerdan la pregunta que hizo en otro momento: “¿De qué le sirve a un hombre ser el dueño del mundo si pierde la vida?” (Mt 16,26). En lo tocante a la vida, lo que verdaderamente importa es el resultado final porque de él depende el valor y el sentido de cada cosa. En definitiva: la gran pregunta sobre el vivir es "Y todo esto ¿para qué?". Según sea la respuesta así será la existencia, y conviene atinar en la respuesta, pues quien ignora la meta es muy probable que equivoque el camino.
Francisco Echevarría
MI RIQUEZA ERES TÚ
En el salmo 15 el salmista canta: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa. Me ha tocado un lote hermoso; me encanta mi heredad”. Y es que los levitas no recibían su parte de herencia; esta era, para ellos, el Señor. Algo de esto quiere decir el evangelio de este domingo. Para el seguidor de Jesús él es su riqueza. El joven rico del evangelio guardaba los mandamientos, y quería algo más, ir más allá. Pero no pudo hacer del Señor su riqueza; su auténtica, verdadera y única riqueza. Algo que exige el seguimiento. Un poco al estilo de Francisco de Asís: “mi Dios y todos mis bienes”, o “Tú eres mi bien, sumo bien, todo bien” y no apetezco ninguno más. En ti lo encuentro todo. Desde ahí el desapego de otros bienes, sobre todo materiales, viene dado como una consecuencia lógica. Aunque San Juan de la Cruz afinará hasta el límite hablando de bienes espirituales, incluso, que acaban quedando por el camino a modo de purificación. Al final, solo ha que quedar él, Dios.
Más atinado que el pobre joven rico anda el autor del libro de la Sabiduría, que la tiene por la mayor de las riquezas y considera que por ella le vienen todos los bienes. Incluso la salud y la belleza valen menos para él que la sabiduría.
De esta misma ansia por la sabiduría participa el salmista este domingo, cuando desea la prosperidad de unas manos bendecidas por la bondad del Señor.
Jesús nos advierte, en otro lugar del evangelio, que donde está nuestro tesoro ahí estará nuestro corazón. Es el peligro de las riquezas, de toda riqueza que así consideramos: que ponemos ahí el corazón y puede situarnos, de esta manera, muy lejos de Dios.
También hemos contemplado, estos últimos domingos, a Jesús ponderando a los niños, esos pobres de solemnidad por naturaleza, y que hay que hacerse como ellos para entrar en el reino de los cielos. Porque en su corazón, el pequeño no posee nada y lo posee todo. Sabe, y está cierto, de que todos los bienes de sus padres son suyos. Por eso heredarán el reino; por permanecer pequeños. No tienen que ganarlo ni poseerlo ni mantenerlo a toda costa: ya es suyo por derecho. Porque son hijos. Por lo menos, Santa Teresita estaba convencida de ello.
EL MÁS ALLÁ SE ALCANZA CUIDANDO EL MÁS ACÁ
Pedimos al Señor poseer cosas terrenales que hemos elevado a una categoría injusta sabiendo que son perecederas y que nos esclavizan. Ocurre cuando, abrazados a la ambición, vivimos en un ambiente irreal que nos impide, al no defender la verdad y la justicia, estar cerca de Dios, lo único que no es perecedero.
Salomón comprendió, antes de reinar, que la sabiduría era el mejor regalo que podía pedir a Dios, lo hizo y se la concedió. Con ella tomó decisiones justas y fue reconocido como un gran rey.
La palabra de Dios siempre ayuda a guiar o enderezar los pasos de quienes la escuchan con el deseo de cambiar o mejorar, con Jesús alcanzó lo máximo y después nosotros debemos practicar sus enseñanzas para no quedarnos estancados en la lectura, la escucha o en preocuparnos mucho por el más allá y poco del más acá, el prójimo. Ante estas opciones reales debemos preguntarnos… ¿Hacemos lo que nos enseñó Jesús o sólo cumplimos con las tradiciones humanas?
El joven rico, preocupado por el tema del más allá, se acercó a Jesús para negociar su salvación, lo hizo en términos mercantiles al preguntarle por lo que hacía falta y le mostró las facturas que ya había pagado.
Jesús, durante el dialogo, comprobó que sólo le preocupaba reservar en el más allá su plaza de hotel para cuando viajara. Él debió creer que allí, con su dinero, podría seguir haciendo lo mismo que aquí, no tener problemas. Con la respuesta de Jesús comprendió que no había hecho sus deberes pues le faltaba lo más importante, solucionar las necesidades del necesitado.
¿Qué nos diría hoy Jesús a quienes hemos sido educados en la creencia de que siendo buenas personas y cumpliendo con las tradiciones religiosas estaremos salvados?
Las costumbres familiares y localistas deberán ser insuficientes porque miran demasiado al cielo y poco hacia quienes caminan a nuestro lado en situación de exclusión social pues, si algún día se nos acercan, les damos algo insignificante de lo que nos sobra y respiramos satisfechos.
Hoy, también encontramos el correctivo para las personas que dicen ser buenas mientras califican a otras como malas, Jesús aclaró ese error diciendo:
- [¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios.].
Los discípulos también se preocuparon por el Reino, Pedro lo preguntó a Jesús y Él les aclaró sus dudas.
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