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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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LÁZAROS Y EPULONES (Lc 16,19-21)
La parábola de Lázaro y el rico viene a completar la enseñanza de Jesús sobre la riqueza, iniciada el domingo pasado. Varias cosas aparecen en este relato y todas ellas dignas de reflexión. La primera es que estamos ante una denuncia de las diferencias entre los hombres. Lázaro simboliza al hombre justo que, a pesar de las dificultades y el sufrimiento de la vida, confía en Dios. Se le premia por su capacidad para afrontar la dificultad y soportar en silencio la insolidaridad de quienes le rodean. El rico representa al hombre que vive como si Dios no existiera: lo tiene todo ¿para qué necesita a Dios? Se le castiga, no por su riqueza, sino por su falta de amor, no por su dinero, sino por su egoísmo, no por disfrutar de sus bienes, sino por negárselos al pobre. Es la insensibilidad ante el sufrimiento ajeno lo que pierde al rico.
Otro elemento del relato –tal vez el más inquietante– es que, tarde o temprano, las cosas se ponen en su sitio y cada uno recoge lo que sembró. La parábola habla de dos abismos: el que se da en la vida y el que se abre tras la muerte. Entre ellos hay una gran diferencia, pues, uno es franqueable; el otro, no. Para salvar el primero hubiera bastado que el rico se asomara a la puerta, saliera de su ensimismamiento y mirara a su alrededor: Habría descubierto el sufrimiento de Lázaro –el pobre siempre tiene un nombre– para ponerle remedio, al menos, en parte, según sus posibilidades. Pero vivía tan satisfecho de su propia vida que no podía ni imaginar que existieran vidas en la miseria. Ésta es la ceguera que provoca la riqueza. Quien come todos los días no imagina que haya gente que no lo hace. Pero la hay. El segundo abismo es la eternización del primero y resulta infranqueable. Llega un momento en el que ya es demasiado tarde para arreglar las cosas.
El tercer elemento del relato se refiere a la escucha de la Palabra de Dios. Lo que le ocurre al rico podría haberse evitado si hubiera escuchado a los profetas. La riqueza lo ha hecho ciego ante las necesidades ajenas y sordo a las advertencias de Dios. Cuando uno vive cómodamente instalado en una vida de dicha y disfrute, lo que menos necesita son voces inquietantes, profetas aguafiestas empeñados en turbar su paz. Puede que algunos piensen como el rico: Dios debe ser más claro, enviar a alguien del otro mundo para abrirles los ojos. Dios es demasiado claro. Es el corazón humano el que prefiere la oscuridad. Quien no escucha la verdad, tampoco cree en los milagros.
Con esta parábola Jesús completa su mensaje sobre la riqueza. El domingo pasado advertía que es una amenaza para el corazón humano porque tiende a ocupar el lugar de Dios. Ahora advierte que también pueden ocupar el lugar de los otros. Sin Dios y sin los hombres ¿qué nos queda? Sólo la soledad. Ése es el infierno del egoísta, cuando descubre que, en su vida, no ha hecho otra cosa que encerrarse en una cárcel y tirar la llave.
EL RICO BANQUETEA AQUÍ, EL POBRE EN EL REINO.
La sociedad siempre estuvo, y está, azotada por los problemas que corroen la convivencia: Explotación, pobreza, injusticia y una religiosidad diseñada por las personas a su medida para que la conciencia no les robe el sueño.
Amós describe la realidad social de su tiempo y lo hace como un reproche al mal comportamiento que mostraban en la convivencia pues se olvidaban de lo más importante, unos pocos vivían arriba y la mayoría abajo pues los poderosos no se comportaban como Dios deseaba.
Años después la situación continuaba igual y Jesús les propuso una parábola para mostrarles el recurrente tema de la vida, personas que derrochan sin preocuparse de quienes no pueden comer, lo hizo para que reflexionaran sobre él pero… ¿Hemos solucionado el problema?
Es evidente que continúan las mismas desigualdades aunque las realidades sean distintas. Entonces, los enfermos y tullidos eran rechazados por el sistema político-religioso porque, al considerarlos impuros, no eran contratados para trabajar, no ganaban dinero, no podía comprar comida y dormían al raso. Así, la única opción que tenían para no morirse de hambre era esperar que otros le dieran alguna limosna o acudir cada día a recoger la comida que tiraban quienes vivían en la abundancia.
Hoy, las personas que viven arriba siguen marginando y ocasionando situaciones negativas a quienes viven abajo porque ellas cada vez aumentan más sus ingresos… ¿Para qué les sirve esa acumulación desmedida e injusta?
Para nada porque al creer que serán eternos no descubren que en la vida todo llega, todo pasa y que, al acabar nuestro ciclo terrenal, un día nos marcharemos y dejaremos aquí el fruto de nuestra ambición para presentarnos ante el Padre y entonces comprobaremos que Él sólo valorará las obras que aquí hicimos con los Lázaros de nuestro entorno y no el saldo de nuestras cuentas bancarias.
Pablo les aconsejaba mostrarse correctos con las personas del entorno, pedir al Señor por ellas -incluidas las que tienen cargos de responsabilidad- para que así hubiera paz y tranquilidad en la convivencia diaria y darle gracias por todo lo que recibían de Él.
CONVERSACIONES EN EL MÁS ALLÁ
Es curiosa la parábola del rico y el pobre Lázaro. Y mucho más, el diálogo entre el rico y Abrahán, en cuyo seno descansa, después de tantas penalidades, el pobre Lázaro. Resulta que el rico conoce ahora al pobre por su nombre, después de haber banqueteado espléndidamente, nos dirá el texto, con él a su puerta sin haber reparado en sus desdichas y su lamentable situación. Y no solo eso, además se despierta su vena más protectora hacia sus hermanos, aún vivos, y solicita que vaya Lázaro, precisamente, a advertirlos. Abrahán es contundente en su respuesta: si los hermanos del hombre rico no hacen caso de Moisés y los profetas, cuyas enseñanzas tienen al alcance con facilidad, no harán caso aunque un muerto resucite y se les aparezca.
Excepto en el caso de Pablo y pocos más, la gracia, más aún, las gracias decisivas en cuanto transformadoras, no suelen concederse de forma espectacular o milagrosa. Dios no interviene así en nuestras vidas. Normalmente, la gracia tiene su lugar aquí y ahora, en nuestro presente, a nuestro lado; envuelta en la vida misma, a pie de realidad, y en las cosas y personas con las que compartimos espacio.
Por cierto, lo que queda sin resolver aquí, no tiene resolución allí. Lo que no hicimos aquí, no podremos hacerlo allí. Recuerdo cuando era una joven novicia. Había hermanas extraordinariamente trabajadoras y abnegadas que, después de una o varias jornadas de duro trabajo, al ofrecérseles un descanso, se negaban a tomarlo, afirmando que descansarían en la vida eterna. No, es aquí donde hemos de vivir en el sentido más pleno de la palabra, aquí donde hemos de alcanzar nuestras metas y sueños, aquí donde perdonar, reconciliarnos, amar, rectificar, compadecernos, amparar y cuidar, relacionarnos y disfrutar con ello, recrearnos, comprometernos, esforzarnos, caer y levantarnos, realizarnos; aquí, hoy y ahora. Nada que dejemos para el otro lado se llevará a cabo. Por la sencilla razón de que allí no tendremos las capacidades de que disfrutamos aquí, y que se van mermando con la edad. Es aquí donde nuestras neuronas trabajan y aprendemos; donde vemos, olemos, escuchamos y tocamos.
Este es el lugar donde descubrir a Dios en los más pequeños y sufrientes, donde socorrerlos y ampararlos, donde luchar para construir un mundo mejor sin tantas desigualdades. Este es el lugar donde hacer camino en pos de Jesús, donde amarle y dejarnos amar por él.
Las mejores conversaciones sobre lo más importante no son las del más allá, sino las del más acá.
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