Isaías: Fortalecer las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis.
Santiago: Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca.
Mateo: Juan pregunta y Jesús responde con hechos.
Santiago: Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca.
Mateo: Juan pregunta y Jesús responde con hechos.
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Juan García Muñoz.
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EL QUE HA DE VENIR (Mt 11,2-11)
Tras hablar –los domingos anteriores– de la necesidad de vigilar para descubrir la importancia del momento que vivimos y la urgencia de volver el corazón a Dios, la liturgia nos recuerda la necesidad de ofrecer signos que acompañan a la conversión y, por ello, a la salvación. Éstos son siempre signos de liberación. Jesús –en la respuesta que da a Juan– hace referencia a diversos textos de Isaías de contenido similar a la profecía que se aplicó a sí mismo en Nazaret: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y se anuncia la Buena Noticia a los pobres.
Decía Martín Buber –creo que en los 70– que vivimos un eclipse cultural de Dios –no un ocaso–, un oscurecimiento de la luz del cielo porque impide que llegue a nosotros. Es como si el mundo quisiera vivir ajeno a lo divino, de espaldas a la transcendencia, en una especie de alejamiento de lo sagrado. Lo cual no es precisamente una suerte, porque cuando no se cree en Dios, se cree en cualquier cosa. La razón es que la existencia no es soportable sin el espíritu, sin conectar con la fuente de la vida. La proliferación de sectas y grupos religiosos o pseudo-religiosos, en pleno eclipse de lo divino, no es sino una manera de llenar el vacío creado. El reto que la vida plantea hoy a los creyentes es mostrar al mundo la salvación, algo que sólo es posible con los signos que la acompañan. Ésa es la única manera de que el ser humano entienda la grandeza de lo que se le ofrece. Sólo así será posible que el alba del milenio sea también el alba de la apertura de espíritu a lo divino. El mundo de hoy reclama a los discípulos de Jesús de Nazaret que muestren los signos que acompañaron el primer anuncio.
Juan Bautista preguntó: ¿Eres tú el que ha de venir? Nosotros oímos en nuestro tiempo una pregunta similar: ¿Dónde está el que ha venido? ¿Quién ha recogido su herencia? ¿Quién continúa su tarea? Hay un profeta –sin nombre ni rostro– que nos hace cada día esas preguntas a los creyentes. La respuesta que hemos de dar no son palabras, sino gestos; no es doctrina, sino compromiso; no es teología, sino vida.
Vivimos en el tiempo de los milagros, no porque estos existan, sino porque se han hecho necesarios. Me refiero a los milagros del amor auténtico: que vean la luz los ciegos, que puedan caminar los cojos, que los leprosos queden limpios, que los niños puedan nacer, que los ancianos puedan morir rodeados de ternura, que se dé trabajo a los parados, que se pueda pasear sin terror, que no sea necesario buscar comida en los contenedores de basura ni dormir debajo de cartones, que la mujer no sea maltratada, que el inmigrante sea acogido... Vivimos el tiempo de los signos -el tiempo de los milagros- porque sobran las palabras ¡y las promesas! Con el eclipse de Dios cae la noche sobre la tierra y el ser humano deambula perdido en la oscuridad. Sólo amanecerá, si despunta de nuevo en el horizonte el amor.
Pero no creamos que la situación actual es un reto sólo para la Iglesia. Quienes han recibido del pueblo el poder para remediar sus males –los del pueblo, no los suyos propios o los de su partido– tienen ante sí un dilema de conciencia: o se convierten en matronas de un mundo nuevo y mejor o en saturnos celosos de ese poder que no dudan en devorar a sus hijos. ¡Dejaros ya de tonterías y de pelearos entre vosotros y emplead vuestro tiempo, energía y sabiduría en luchar juntos contra los problemas hasta hallar una solución! Para eso os ha elegido el pueblo y para eso os paga vuestros sueldos.
Juan está confundido. Lo tenía tan claro... Si era Él el Mesías y sobre Él vio descender al Espíritu de Dios. Pero ahora todo lo que oye de Él... Algo no cuadra. ¿A qué espera para talar a hachazos el árbol que no da buen fruto, para cortarlo y arrojarlo al fuego? ¿Por qué retrasa el momento de separar el trigo de la paja para quemarla? Si ha llegado ya su tiempo ¿en qué se detiene?, ¿en curar a los últimos y dirigir su enseñanza a los excluidos y fuera de la Ley? Y la duda mordiente va abriéndose paso entre las entretelas del corazón del Bautista. Pues me habré equivocado. Lo tenía tan claro... Pero yo a este Mesías no le entiendo.
Y Juan el honesto pregunta. Que si eres tú. Y Jesús responde: contadle lo que hago. Decidle a Juan cómo se cumplen las Escrituras. Que él, profeta, el más grande, reconocerá el eco de Isaías que estalla en los pequeños, en los cojos, en los ciegos. Que no es nuevo lo que hago, que son signos del reinado de Dios, que ya ha llegado. Un reinado en el que todos los cautivos son librados, y donde el primer mandamiento de la justicia es la misericordia.
Juan morirá a manos de un tirano, apenas un gusano humano. Su misión ha terminado. Y en este nuevo reinado sabed todos que el más grande es el que más ha menguado.
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