Zacarías: Mira a tu rey que viene a ti modesto.
Romanos: Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
Mateo: Soy manso y humilde de corazón.
Romanos: Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
Mateo: Soy manso y humilde de corazón.
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Juan García Muñoz.
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YO OS ALIVIARÉ (Mt 11,25-30)
Ante el mensaje de Jesús -hoy como ayer- caben muchas posturas. Las ciudades ribereñas del mar de Galilea habían oído sus palabras y habían visto sus milagros, pero no creyeron en él. El texto que precede a estas palabras de Jesús es un vaticinio de dolor, un anuncio de futuras desventuras, por la dureza de corazón de sus habitantes. Es la postura del que ni oye razones ni quiere ver signos.
El contrapunto de esa postura aparece en estas palabras de Jesús. Lo primero que aparece es una bendición, acción de gracias porque los sencillos han comprendido el anuncio y se han dejado impactar por el signo. El Señor del cielo y de la tierra -sólo en este lugar se llama así a Dios-, el Todopoderoso, se ha manifestado a la gente humilde, a los hombres de corazón sencillo. Dios siente debilidad por aquellos a los que el mundo menosprecia y, en caso de conflicto, se pone de su parte. Frente a ellos los sabios y entendidos se quedan vacíos y sin nada. María, en el Magnificat, canta lo mismo: “Derriba a los poderosos y exalta a los humildes... Colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”. En el hombre que está lleno de sí mismo no hay lugar para Dios... ni para los demás. Quien tiene la mente atiborrada de seguridades no tiene espacio para la verdad. Sólo el vacío deja entrever lo esencial. Hablamos del conocimiento de Dios que no es conquista humana, sino revelación divina. No es mérito, sino don conocer al Dios verdadero. Porque el conocimiento del que aquí se habla no es entendimiento y comprensión, sino vivencia, es más amor que ciencia, más bondad que verdad. Por eso sólo el Hijo de Dios puede revelarlo.
Las últimas palabras, dirigidas a la gente que le escuchaba, son las más consoladoras del Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis rendidos de la lucha y angustiados, que yo os aliviaré... Yo seré vuestro descanso”. Hay quienes entienden el cristianismo como una religión de sacrificio que exige al hombre continua renuncia. Es como si hubieran hecho del dolor el dogma supremo del mensaje de Jesucristo. No es dolor sino amor lo que ocupa el núcleo de su enseñanza. Más aún: la superación del dolor por el amor. Por eso puede decir: “Aprended de mi... Mi yugo es ligero”. La fe cristiana nunca puede ser una carga agobiante, un yugo que hiere con el roce. Quien lo vive así no ha entendido de qué va la cosa. Cuando se acepta el mandamiento de Jesús, la carga es una fuente de consuelo y de apacible serenidad. La fe en Cristo no elimina el dolor de la vida ni el sinsabor de la dificultad o el fracaso, pero fortalece el ánimo y da cordura para afrontarlos sin que el corazón y la bondad esencial se resientan. Se hace frente a todo con la fortaleza que dan la mansedumbre y la humildad. Todo el que ama de modo verdadero se eleva interiormente y se serena. El miedo y sus sombras -el resentimiento y el odio- llenan el ánimo de agitación y amargura.
Estas palabras de Jesús son bien conocidas, apreciadas y valoradas, profusamente citadas, y atestiguan, por si no bastaran sus obras, la predilección del Padre por los pobres y pequeños. Pronunciadas por Jesús son incuestionables y verdaderas, quién lo duda, pero ¿las creemos de verdad? ¿Ha revelado y revela el Padre sus misterios, lo que esconde a sabios y entendidos, a la gente pobre, pequeña y sencilla?
La lógica del Padre rompe así nuestros esquemas y moldes más sagrados. ¿Cuál es el anhelo más profundo de mi corazón? ¿Hasta donde llega mi sed por conocer al Padre y al Hijo? ¿Estoy dispuesta a renunciar a la sabiduría y el conocimiento de este mundo? ¿Cuanto daría por entrar a formar parte de las filas de la gente sencilla y pequeña? ¿Puedo aparcar todo lo que sé de Dios, de la vida, de mí misma, despojarme para recibir, en mis manos vacías, su revelación? ¿Cuanto vale para mí lo que Él quiere enseñarme, que no tiene que ver con mi esfuerzo, mis méritos y mi capacidad intelectual? Parece que merece la pena, pues provoca en Jesús la manifestación más clara y hermosa de su gozo y agradecimiento al Padre; y su acatamiento a lo que a Él le parece mejor.
Además de revelar grandes cosas, a sí mismo y los misterios de su Reino, el Padre de nuestro Señor Jesucristo nos da a su Hijo para acudir a Él con nuestros agobios y cansancios, nuestras angustias y penas. En algo nos hemos equivocado cuando los demás han experimentado como una carga pesada las cosas de Dios, el seguimiento de Jesús; como un yugo su exigencia y sus promesas. Él nos asegura que encontraremos el descanso, la liberación, en la mansedumbre y humildad del corazón. ¿Nunca nos han dicho que el peor de los yugos es aquel al que nosotros nos uncimos? El que más aprieta y nos ahoga, el que hiere y nos desangra, el más cruel... El de Jesús nos orienta en el camino, por la verdad, a la vida.
Pero hay algo más hermoso que cualquier consideración por sabia y brillante que sea. Es contemplar la mirada de Jesús y sentir el latido de su corazón mientras, lleno de júbilo, se dirige al Padre, tan amado, y se goza y le alaba porque Él, inmenso como es, se revela y manifiesta a los pequeños. Así le ha parecido bien.
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