5 MAYO 2013
6º DOM. PASCUA-C
JUAN 14, 23-29: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre
lo amará y vendremos a él y haremos morada en él
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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HABITAREMOS EN ÉL (Jn 14,23-29)
Dice el Génesis que el ser humano -en su doble condición de hombre y mujer- ha sido creado a imagen de Dios. Venía esto a desmentir el pensamiento egipcio según el cual esa dignidad sólo se le reconocía al faraón, mientras que el resto de los mortales sólo eran vistos como sombra del mismo. Sometidos a servidumbre por ser extranjeros, los hijos de Israel sufrieron y rechazaron esta visión de las cosas que pretendía justificar un sistema político-religioso a todas luces injusto. Por otra parte, había que sumir la fragilidad del ser humano, sujeto a grandes limitaciones, la principal de las cuales es la muerte. Puestos a buscar una metáfora capaz de expresar gráficamente este aspecto de la condición humana, no encontraron otra mejor que la usada por las mitologías orientales: la arcilla.
Decía la mitología mesopotámica que los seres humanos habían sido creados, para comodidad y descanso de los dioses, de esta manera: sacrificaron a un dios rebelde y mezclaron su sangre con arcilla. Israel aceptaba la condición mortal del hombre -la arcilla-, pero negaba que hubiera en él un componente divino -la sangre-. En su lugar pone el aliento divino para indicar así que la vida del hombre es un don de Dios. De esta manera, elabora un pensamiento que supera los planteamientos de las mitologías de su tiempo: todo hombre -viene a decir- es imagen de Dios, pero ningún hombre es divino, si bien la vida que posee es un don del cielo.
Viene todo esto a propósito de lo dicho por Jesús -“Haremos morada en él”-, ya que su pensamiento representa un importante avance con relación al Génesis, ya que, al ver la hombre como templo de la divinidad, va más allá de ver a Dios como modelo del hombre. Dios no es una realidad exterior y distante, sino que está profunda e íntimamente unido a su obra.
Las consecuencias de esto pueden verse en diversos órdenes: la dignidad humana encuentra en Dios su fundamento último; la religión pasa de tener el eje en algo exterior -el templo- a ser una vivencia interior -el corazón-; la vida humana es un valor indiscutible; todos los seres humanos son iguales...
El complemento de esta enseñanza viene expresado por las tres palabras que Jesús añade: amor, verdad y paz. No un amor cualquiera, sino el amor de Dios, que es fuente de amor auténtico porque él mismo es amor; no una verdad cualquiera, sino la verdad completa que sólo el Espíritu de Dios puede comunicar; no una paz cualquiera, sino la que permite una vida sin inquietudes ni miedos.
Tal vez alguno crea que el mensaje evangélico está fuera de lugar por anacrónico y poco realista. Sin embargo, sigue siendo la mejor garantía del respeto a la dignidad humana ya que, para Jesucristo, el hombre no es sólo la imagen de Dios, sino que -gracias a la fe- es además su hijo.
Francisco Echevarría
Caminar con Jesús es cuestión de amor, y guardar su palabra, que es escucharla, rumiarla, meditarla, orar y dejarse transformar por ella, es consecuencia de ese amor. El que ama acoge como un tesoro lo que sale de la boca del amado y lo pone por obra impulsado por el mismo amor. La palabra de Jesús seduce y subyuga, atrae y enamora, llena de vida y salud, de consuelo y de luz.
Quien la guarda y conserva en su interior atrae al Padre que ve en él a su Hijo, y con Jesús y el Espíritu pone ahí su morada, haciendo del que ama su templo vivo, lugar privilegiado de su presencia.
La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre de Jesús, es enseñarlo todo e ir recordando todo lo que Él nos ha dicho. Solo puede llevarlo a cabo en el corazón del que ama y acoge la Palabra a diario, entra en contacto con ella por medio de la lectura, la oración y meditación asiduas. En un corazón abierto, dispuesto y disponible, como tierra buena, reseca y sedienta, el Espíritu alienta e insufla vida en la palabra amorosamente guardada, destila fuerza y luz, sabiduría y comprensión, empuja y guía, sostiene e inspira.
La paz que Jesús da no depende del resultado de los afanes de cada día, ni de la ausencia de guerra, duelo o enfermedad, o cualquier forma de mal, y puede coexistir con todo ello. Nace de creer en Él, la confianza y el abandono, la aceptación de su plan sobre cada cual, de la certeza de que su yugo es llevadero y su carga ligera, que todo es para bien de los que ama.
La vida adquiere así todo su sentido y es más fácil vivir en plenitud.
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