28 JULIO 2013
DOMINGO 17-C
LUCAS 11,1-13: Señor, enséñanos a orar
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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ORAR (Lc 11,1-13)
La oración es –debe ser– una actividad habitual del cristiano. Pero no están los tiempos para detenerse un poco y entregarse sin prisa a algo que algunos consideran un tiempo perdido. Los mejor intencionados dicen que hay demasiados problemas en el mundo para emplear tiempo en algo que ven como una huida de las dificultades. Otros dicen que no pasa de ser una conversación con un ser mudo que nunca contesta. Los hay que no saben qué hacer en una actividad en que los minutos parecen horas.
Siem¬pre tenemos un pretexto para no orar. Y, sin embargo, es algo esencial en la vida cristiana. Jesús –que sabía mucho de compromiso, de preocupación por las personas y de afrontar problemas– pasaba noches enteras en oración. No le restaba tiempo ni al Padre ni a los hombres. Se lo restaba al sueño. La oración estuvo presente en los momentos más importantes de su vida: en el desierto, en el cenáculo, en Getsemaní y en el calvario. Era para él una fuente de energía para afrontar el reto de cada día.
Las instrucciones que da a sus discípulos son claras: lo primero es situarse ante Dios como ante un padre. Si no se llega ahí, lo que sigue resulta difícil de entender. Y hay que insistir. No es cosa de un rato, sino algo integrado en la vida. A Dios no se le da una propina de nuestro tiempo, sino el tiempo que le corresponde. Incluso los más cumplidores se conforman con poco: damos a la Iglesia la calderilla de nuestro dinero y a Dios la calderilla de nuestro tiempo. Y que la misa no dure mucho.
En cuanto al contenido de la oración, hay que decir que es muy diverso, pero la más humana es la de petición. Pedir significa reconocer la propia indigencia, la propia debilidad –sentirse humano, es decir, humilde–; y es creer que Dios –como buen padre– con una mano nos sostiene y con la otra nos protege. Lo cual no significa que tenga que hacer lo que queremos o pedimos –mal padre es el que da a sus hijos todos los caprichos porque les priva de formar el carácter y de fortalecer el ánimo–. Dicen los místicos que hay que tener mucho cuidado con lo que se pide porque te lo pueden conceder y ¿a ver qué haces luego? Con ello indican que hay que saber pedir.
Y termino con una advertencia a los reticentes: la oración no es sólo un encuentro con Dios; también es un encuentro con nosotros mismos. Miramos demasiado al suelo y olvidamos que se nos permitió caminar de pie para poder mirar al cielo y comprender cuál es nuestro sitio en el mundo. Si hemos sido creados a imagen de Dios, sólo mirándole a él podremos conocernos a nosotros mismos y comprender cuánta dignidad se encierra en cada ser humano. Ya pasó el tiempo en el que se creía que mirar a Dios lleva a olvidarse del hombre. Más bien es lo contrario.
La escena en que Abrahán intercede ante Dios por Sodoma y Gomorra es una de las más bonitas y entrañables del Génesis. Dialoga con Dios como con un amigo poderoso y pide el perdón para los inocentes que habitan esas ciudades corruptas. Pero Abrahán aún no se dirige a Dios como un hijo y su diálogo con Él está transido de temor a ofenderle, de propasarse con sus palabras y colmar el vaso de su paciencia, de abusar de su misericordia, y no se atreve a pasar de diez inocentes a pesar de la benevolencia de Dios que va aceptando cada una de sus peticiones.
La oración del salmista es de acción de gracias, y de todo corazón. La gratitud le lleva a desear tocar para el Señor y postrarse ante Él. Reconoce su misericordia y lealtad, que le ha escuchado y salvado de su enemigo. Por eso el salmista está seguro de que el Señor completará sus favores con él y le pide, en nombre de su misericordia eterna, que no le abandone pues es obra de sus manos.
Jesús nos enseña a orar llamando a Dios Padre nuestro. Somos hijos con muchos hermanos y aunque nuestra oración se eleve a Él desde la soledad nuestro corazón está siempre habitado por los demás y con todos ellos oramos.
Como hijos amantes y amados nuestra primera petición es que sea santificado su nombre por todos y que venga a nosotros su Reino para todos.
Pedimos el pan de cada día, perdón por nuestros pecados sujeto al que otorgamos a nuestros hermanos, y que no nos deje caer en la tentación, no que nunca la padezcamos, pues forma parte del camino de la vida y es buena maestra.
La oración ha de insistir hasta la importunidad, si fuera posible con Dios, y no detenerse por ella, como temía Abrahán, que al dejar de interceder cortó el manantial de la salvación para Sodoma y Gomorra. La oración tanto alcanza cuanto espera.
Jesús insiste en que es a nuestro Padre a quien pedimos, buscamos y llamamos como hijos pequeños necesitados de todo.
Y nos indica cuál es el mayor don del Padre, lo que de verdad merece la pena pedir, buscar y desear: el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios, su luz, su fuerza, su gozo y su paz.
El Evangelio de esta semana nos trae como tema la oración, encuentro del Dios y el creyente, en un dialogo al que tenemos que abrirnos poniéndonos en las manos de Dios, con una infinita confianza porque es nuestro Padre, como reza la oración del P. Foucauld.
Así en una primera parte no enseña la oración de la confianza, el Padrenuestro que debemos repetir hasta la saciedad
A continuación nos dice cómo tiene que ser nuestra oración, constante y no porque Dios esté sordo y no se entere, sino porque en la constancia encontraremos el momento adecuado para nosotros de conectar con el Señor.
Por último, nos exhorta a orar pidiendo, buscando y llamando.
Pidiendo por nuestras necesidades y las de los hermanos: hay muchos Movimientos Eclesiales donde existen los llamados “intercesores”, personas en que turno diario elevan una oración constante dios durante las veinte y cuatro horas del día, presentando a Dios las necesidades de la Iglesia y en nombre de ella alabarlo, adorarlo y darle gracias.
Orar buscando la voluntad de Dios sobre nosotros y dando respuestas con nuestra vida
Y orar llamando insistentemente para que los corazones se abran a Dios en una conversión de cada día.
La oración, disiento del compañero de página Paco Echevarria, más que una actividad es una actitud del cristiano, del hombre/mujer creyente que hace de su vida una oración constante a Dios.
Hoy las iglesias, desgraciadamente y hay excepciones, están cerradas y los fieles disponen de poco más del tiempo de la celebración de la Eucaristía para estar en los templos, pero recuerdo dos conversiones sonadas en la Iglesia, la del que fuera Cardenal de Paris, Jean Marie Lustiger y la de Edith Stein, esta santa, ambos judíos que empezaron su fe por entrar en una iglesia abierta durante en día y en la que vieron que los fieles entraban, rezaban y salían, ellos entraron judíos y ni siquiera practicantes y salieron con la semilla de la fe cristina en su alma; la oración de esas personas sencillas, quizás jubilados y amas de casas le dejaron un principio de inquietud que le llevaron a la conversión.
Tengo que decir que en Roma me llamó la atención de que había muchas iglesias con el Santísimo expuesto y en nuestra diócesis conozco el caso de la Concepción hasta mediodía y el de la capilla de S. Sebastián de Bonares de diez de la mañana a siete de la tarde, en ésta última con un turno de adoración constante.
No digamos que S. Sebastián y Las Agustinas, cumplen este servicio pues se deja a los orantes al pie de la calle e inmerso en el ruido del exterior.
No tengamos miedo de abrir nuestras iglesias, que si roban, a lo mejor se hace un favor a un ladrón necesitado o no es necesario lo que roben, pues puede que sea superfluo y de lo superfluo, ya lo dijo Juan Pablo II, hay que desprenderse (SRS).
Busquemos y encontraremos el modo de tener ese encuentro diario con Dios, necesario para nosotros y nuestros hermanos.
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