15 SEPTIEMBRE 2013
DOM-24C
LUCAS 15,1-32: EL BUEN PADRE DIOS
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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AMAR PERDONANDO (Lc 15,1-32)
El capítulo 15 de san Lucas es posiblemente una de las páginas más bellas y entrañables del Evangelio. En ella Jesús nos descubre los secretos de Dios, el misterio de un ser que existe sólo por el amor y para el amor. Dios es Padre, más aún, es el origen de toda paternidad. Creer en él –como lo entendemos los cristianos– es reconocerlo como Padre, como nuestro Padre. La parábola del hijo pródigo es la expresión literaria y simbólica más perfecta y completa de esta creencia que inspira todo el pensamiento cristiano. Y es que, una vez que el hombre ha pecado, el Dios-amor sólo puede mostrar la misericordia. Ante los pecados de los hijos, el padre sólo puede mostrar su amor perdonando. En eso está también su alegría más profunda.
Como el joven de la parábola, el hombre puede alejarse de él y dejar de comportase como un hijo, pero nunca podrá lograr que Dios deje de ser un padre lleno de misericordia. Su esencia más profunda es eso. Por ello los creyentes no dejamos de preguntarnos qué ha ocurrido en la historia de los hombres o en la vida de cada ser humano para que éste prefiera vivir de espaldas a un Dios que es todo amor o qué busca fuera del hogar lo que libremente disfruta en la casa paterna. Quiero pensar que todo responde al deseo de ser feliz y que –lo mismo que en la parábola– sólo sea un modo equivocado de satisfacer un deseo que, por otra parte, es legítimo. Al final del camino, se termina reconociendo que ha sido un terrible engaño, una gran equivocación.
Cerrado el siglo en el que hemos alcanzado las estrellas, tenemos que reconocer que no hemos logrado llegar a lo más profundo del corazón humano. El desprecio o el rechazo de Dios por parte de muchos es –ya lo dijo el Vaticano II– más rechazo de una imagen equivocada de Dios que de Dios mismo y en esto tenemos no poca culpa los creyentes. Creo que ha llegado el momento en el que cada uno reconozca sus propios errores: los creyentes necesitamos convertirnos al Dios revelado por Jesucristo y dejar de lado esa imagen del Dios inmisericorde que parece gozar con los sufrimientos humanos; y los no creyentes deben revisar honestamente su postura para valorar en qué medida han hecho a Dios responsable de los pecados y errores de los creyentes.
En este momento de la historia -en la actual situación del mundo- unos y otros necesitamos luchar por la salvación del hombre amenazado desde todos los frentes. Alguien ha dicho que Dios es un supuesto inútil, innecesario. Nosotros respondemos que es una gozosa realidad. Freud estableció los presupuestos para eliminar al padre y lo justificó como necesario para permitir el crecimiento –la autonomía– del hijo. Después de todos estos años de orfandad hemos comprendido que la muerte del padre sólo deja un vacío imposible de llenar, pues, cuando Dios se oculta, proliferan los ídolos. Por eso, Martin Buber habla, más acertadamente, del eclipse de Dios, no de su ocaso. Es cierto que, si Dios no existe, no lo hace existir la fe de los creyentes. Pero también es cierto lo contrario: si Dios existe, no deja de existir porque se le ignore o se le niegue.
Con sus palabras Jesús dibuja el retrato más fiel que existe del Padre, y el de sus relaciones con sus hijos.
Este padre respeta la decisión equivocada de su hijo menor. No intenta vivir su vida ni le agobia con reproches sobre su comportamiento tan poco filial. Atiende su petición y le ve alejarse de su lado y de su casa buscando la felicidad, la libertad y la independencia donde no están. Día tras día sale a otear el horizonte, con el corazón en un puño, esperando ver al hijo que vuelve a su casa y a su padre. Día tras día mantiene viva la llama de la esperanza, el fuego del amor paciente y acogedor, el calor del corazón que padece el dolor pero no guarda rencor.
Un buen día sus ojos distinguen al hijo que vuelve cuando todavía está lejos. No hay distancia que le impida reconocer su figura entre mil, aunque llegue tan distinto y cambiado después de las calamidades sufridas. No necesita oír el discurso que el hijo tiene preparado, necesita estrecharle entre sus brazos, transmitir a su cuerpo dolorido todo el calor de padre y madre que atesora para él desde que se marchó. Y vuelca en su abrazo la ternura, el cariño y la compasión, la alegría de tener de nuevo a su hijo en casa con él. Con sus gestos le devuelve la dignidad que nunca perdió ante sus ojos pero que el hijo necesita recobrar ante sí mismo y ante los demás.
El hijo pequeño, que volvió por puro egoísmo e instinto de supervivencia, se pierde en el abrazo del padre, se deja estrechar como un ser desvalido. Ahora percibe el latido del corazón del padre que le estalla en el pecho por él, y siente sus manos que aprietan su cuerpo deshecho, su barbilla temblorosa que se apoya en su cabeza, su boca en su cara sucia que le besa con pasión. No ha pedido perdón ni ha dado explicaciones, no ha rendido cuentas de sus pasos extraviados; solo sabe que ha vuelto a casa y está en brazos de su padre, y le ha quedado esculpida en la retina su imagen corriendo hacia él cuando volvía.
El padre tiene aún otro hijo que recuperar. Se trata del mayor, el que nunca se fue de casa pero tampoco vivía en ella, el que estaba junto al padre pero no a su lado. El que menos le quería y conocía porque se quería, solo y mal, a sí mismo. El padre le invita a acoger a su hermano, a alegrarse por su vuelta, a participar en un banquete de bienvenida. Sin reproches intenta que comprenda que todo lo suyo, sin trabajar por ello, ya le pertenecía.
Dios no es todopoderoso, ningún padre lo es. No cambia por arte de magia las malas decisiones de sus hijos que no quieren estar con él, los ama demasiado para hacer de ellos marionetas en sus manos. Por eso elige esperar, y salir al camino una y otra vez intentando arrancar al horizonte el dibujo de la figura amada y deseada que vuelve. Por eso olvida las afrentas cuando tiene al hijo de nuevo entre sus brazos. El Padre muestra el camino de ida y vuelta, pero no lo impone, no puede, no sabe. Él es maestro en el arte de abrazar.
Tampoco sabe rechazar a los hijos que pretenden tener derechos ante Él, que creen servirle alimentando sus egos y esperan ganar por sí mismos su amor, comprar su bendición. También a estos intenta atraer a la alegría y el júbilo de vivir en su casa y con Él, de gustar que todo lo suyo, sin merecerlo, es de ellos.
Entra dentro de ti y vuelve a la casa y el abrazo del Padre. Permanece ahí mucho rato y descansa. Después podrás abrazar como Él, tu corazón te dirá que estás bien en casa y que tienes que salir todos los días a esperar a los que faltan.
Hoy más pronto que nunca, haré mi pequeña reflexión, que no comentario, sobre la Palabra de Dios en esta semana, 24 del tiempo ordinario.
Las tres lecturas son un canto del amor de Dios, de ese Padre que nos mira y nos comprende, que sabe de qué barro estamos hecho y siempre tiene los brazos abiertos para que corramos a lanzarnos a Él con la confianza del niño pequeño, que debemos ser, en la seguridad de que nos alzará en alto para que miremos su rosto, Cristo Jesús, que nos regaló desde antes de crear el mundo, ya que en Él fuimos elegido (ef,1,3).
Estas páginas de las Escrituras son el amor de Dios hecho vida y que merecerían nuestra contemplación por siempre, desde ya hasta la eternidad, pues desaparecerán la fe y la esperanza, como nos dice S. Pablo, pero viviremos en el amor de Dios por siempre, entonando himnos y cantos en su honor como nos dice el Apocalipsis.
Desde el principio del camino del pueblo de Dios, empieza la alegría del perdón, por no decir desde nuestros orígenes, pese a todas nuestros alejamientos.
Con el salmo, cantamos el perdón y la petición de un corazón puro
Con S. Pablo, damos gracias porque Cristo Jesús se fía de nosotros, se fía de mí, aunque una y otra vez le vuelva la espalda.
En el Evangelio soy el centro de las tres parábolas, pues soy la alegría de la oveja encontrada, de la moneda hallada y del hijo que en los brazos del Padre.
Este capítulo de S. Lucas como dicen todos, es la página más preciosa y lo es sencillamente porque nos llega al alma, nos sacia de lo que necesitamos, nos colma de lo que más anhela el hombre/mujer, la alegría de seguir en el amor de Dios, en definitiva nos da la felicidad, restituyéndonos la dignidad de hijos del Padre y por ello nuestro Padre tiene un gozo enorme cuando reconocemos nuestras debilidades y nos lanzamos al amor infinito de Dios.
Dice el comentarista de la hojilla, “no estamos acostumbrado a imaginarnos a Dios dando una fiesta” y esta fiesta la da Dios todos los días, todas las semanas, al menos, y es la fiesta del banquete, de la eucaristía, la mesa del Señor y no imaginamos que sea una fiesta porque celebramos unas eucaristías tristes, monótonas, rutinarias, cuando toda ella es el memorial de lo más grande que Cristo Jesús nos dejó, su eterno santo sacrificio al que debemos unirnos en alegría y entrega, dando gracias que ese es su significado.
Deberíamos preguntarnos, para terminar, debería preguntarme, de la parábola del hijo prodigo, qué personaje represento yo?
Soy el Padre que abre los brazos a aquellos que debo perdonar, sin causarle mayor dolor?
Soy el hijo pequeño que he malgastado las gracias de nuestro Padre y que a veces no olvida las algarrobas de los cerdos?
Soy el hijo mayor al disgustarme por el perdón de mi Padre a los hermanos?
Soy acaso el criado que no sé da la buena noticia a los demás? Personaje curioso pero que nos refleja en muchas ocasiones de nuestra vida
Hay un libro, que recomiendo, “El regreso del hijo prodigo. Meditación ante un cuadro de Rembrant” de Henri J.M. Nouwen, es para hacer oración con él pues hace un detenido estudio de la parábola con el examen del cuadro, reflexionando sobre los más mínimos detalles.
¡Me pondré en camino donde está mi Padre¡
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