9 FEBRERO 2014
5º DOM-A
MATEO 5,13-16: Vosotros sois la sal de la tierra; vosotros sois la luz del mundo
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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SAL Y LUZ (Mt 5,13-16)
Tras presentar los caminos de la dicha, Jesús aconseja a los suyos sobre su proceder en la vida. Lo que acaba de mostrarles no es asunto para ellos solos, sino quehacer en el mundo en beneficio de los hombres. Y pone dos ejemplos para explicar su pensamiento.
El primero es la sal. Decía Plinio el Viejo que nada era más útil que el sol y la sal. Y en el mundo religioso antiguo estaba muy extendido el simbolismo de la misma. Es imagen de lo que purifica y da sabor, de lo que conserva; también da valor y precio a lo que debe ser salado. Partir la sal era un modo de sellar una alianza. Jesús dice a sus discípulos que esa ha de ser su tarea en el mundo.
Pero hay un problema: ¿Cómo es que Jesús habla de sal insípida, si la sal no pierde su sabor? Puede que esté aludiendo a la sal de mala calidad que sacaban del Mar Muerto y que perdía su sabor al poco tiempo. Pero es más probable que la clave esté en su última frase: ellos han de ser sal por sus buenas obras. Si no viven de acuerdo con el ideal que les ha mostrado, serán como sal desvirtuada que no tiene ningún valor. La fe no ha de quedarse sólo en pensamientos, sino que ha de inspirar también comportamientos. Si no es así, es fe vana, como sal insípida.
El segundo símbolo es la luz. En el evangelio de Juan Jesús se presenta, él mismo, como la luz. En este pasaje lo son los discípulos. No dice que han de traer la luz al mundo, sino que ellos son esa luz. No habla, por tanto, del mensaje que han de anunciar, sino de la vida que han de vivir –de las buenas obras– para que los hombres, al verlos, glorifiquen a Dios.
En ambos casos –en la sal como en la luz– se insiste en el obrar como tarea de la vida en función del bien del mundo y de la gloria de Dios. Y es aquí –según yo veo– donde radica la fuerza de estas palabras. El discípulo de Jesús ha de identificarse de tal manera con la enseñanza del maestro que su presencia en el mundo –su ser y su existir, su estar y obrar– ha de ser beneficio para sus semejantes y motivo de gloria para Dios.
La luz no es para sí, sino para darse. Su utilidad no está en ser vista, sino en hacer que se vea aquello sobre lo que se proyecta. Es una vocación excelsa y gloriosa hacer que el mundo vea. Pero es también una vocación que puede malograrse, que puede debilitarse, escurrirse y perecer en la indiferencia, con lo que se inutiliza por completo.
Me hace pensar esto en la necesidad de ser auténtico viviendo de acuerdo con lo que uno cree. Porque, es un hecho que sufrimos una verdadera inundación de la palabra. Son muchos los que hablan y hablan mucho y de muchas cosas. Y de tanto hablar llegamos a creernos que no importan las cosas o la vida, sino lo que de ellas se dice. Jesús advierte a los cristianos que importa más la vida. Lo que me hace pensar que, en este tiempo, conviene hablar menos y hacer más.
Desde muy niña quería ser luz, pero soñaba con brillar por mí misma y despertar admiración. Cuando el Señor entró con fuerza en mi vida, siendo jovencita, deseaba hacer grandes cosas por Él que, de paso, resultaran evidentes para todos. Ya en la vida religiosa tardé muchos años en comprender, y más aún experimentar, las palabras de Isaías: que la luz propia rompe como la aurora cuando una no se cierra a su propia carne. Cuando deja de girar en torno a sí, de creerse el ombligo del mundo, para partir el pan que tiene con el hambriento, hospedar a pobres sin techo, vestir al que va desnudo. Es decir, cuidar de los que están a mi lado con la compasión y la comprensión, aligerando su carga, en vez de ser piedra de tropiezo y un peso añadido o una amargura más en su camino. Aliviar, animar, relativizar, en vez de juzgar, condenar, infravalorar y humillar.
Y brota así la carne sana donde antes solo había heridas sin cicatrizar, el Señor responde entonces al clamor que sale de los labios y el corazón cuando una grita, con o sin palabras, implorando auxilio.
El siguiente paso es detener la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia; solo entonces la propia oscuridad se vuelve mediodía y brilla, en las tinieblas de una, radiante, la luz. E ilumina, aun sin pretenderlo, allí donde está, con una luz que brota de dentro y no se puede esconder, que no nace ni procede de mí, aunque esté en mí. Porque de mí solo salen tinieblas y oscuridad si no me descentro y no vivo por y para los demás. Lo contrario es como querer encender una vela encerrada en una campana de cristal.
A San Pablo le pasaba algo parecido en sus afanes evangelizadores con la palabra. Ni sabiduría ni sublime elocuencia salían de él. Lo suyo eran el temor y la debilidad, pero la fe de los catecúmenos encontraba entonces, más fácilmente, su apoyo en el poder de Dios, en la manifestación del Espíritu, y el apóstol no podía gloriarse en sí, sino en el Señor, y sus oyentes no tropezaban en él, pobre servidor.
La sabiduría de la antigua Grecia exhortaba a todos a entrar dentro de sí mismos para obtener el conocimiento propio. Pero después de este movimiento nada mejor, para ser luz y dar paso al poder de Dios, que salir de sí al encuentro del hermano. Solo tenemos para dar lo que hemos recibido como don, si no lo retenemos ávidamente para provecho personal. De otra forma se pudre dentro, como la sal si se vuelve sosa o la vela que se mete debajo de un celemín y no son beneficio para nadie. Pierden todo su valor.
La luz existe para alumbrar y la sal para dar gusto, sanar y desinfectar. Y así quiere Jesús a quien le sigue: luz del mundo y sal de la tierra, para que viendo nuestras buenas obras todos den gloria al Padre. Porque la gloria de Dios es un hijo suyo lleno de vida, de luz, que se disuelve allí donde va dando sabor, sin dejar rastro, pero sí huella del paso del Señor.
Como nos recordaba Juan la semana pasada, la festividad nos quitó el sermón de la Bienaventuranzas, inicio del más conocido como sermón del monte, que se va desarrollando en semanas sucesivas.
Hoy Jesús nos pide ser luz y sal, al igual que Isaías y el Salmista.
Con ello nos está pidiendo que nuestra vida sea tan transparente que irradie a los demás, que nuestro modo de proceder sea verdad, camino y vida para todos, que no sea un remedo de esperanza para nadie sino Evangelio encarnado en nosotros, hecho vida en nuestra vida, en el entorno que Dios nos ha dado para vivir y para llenar de amor
Nuestra vida tiene que ser faro que alumbre en la tormenta, tranquilidad en la agitación, paz en las disensiones, verdad en la confusión, confianza en la duda y espera constante en el Señor, pues de Él lo recibiremos todos.
Para ser esa luz que hoy nos pide el Señor, tenemos que hacer un esfuerzo constante de adaptar nuestra vida a la suya y para ello nada mejor que llenarnos de su amor en la Eucaristía, en su Palabra, en las enseñanzas del magisterio de la Iglesia, en el respeto, en el compartir y en la oración de unos por otros.
La gran familia de los cristianos está muy dividida y hoy me vuelvo a referir a la semana de oración por la unidad, que repito ha pasado desapercibida en muchísimas parroquias, donde ni siquiera se ha hecho referencias alguna, DESCONOCIENDO DE QUIEN PUEDA SER LA RESPONSABILIDAD, cuando las puertas de los templos están llenas de carteles que más parecen la de un supermercado que las de un templo y como digo dicha semana de oración siendo una cosa tan esencial, tanto ( al menos así lo creo) que sin ella – la unidad - no seremos ni luz ni sal para este mundo, descreído e indiferente a todo lo religioso o más aún laicista como estamos viendo en los medios de comunicación, pues hoy se grita contra la Iglesia, mañana se golpea a un cardenal y pasado ¿qué pasará?
Como nos dice Tertuliano que decían los no cristianos de éstos, “mirad como se aman”, pues si ese amor esta partido, si esa luz está rota, si la sal está en infinitud de recipientes, qué referencia vamos a ser para este mundo, qué le vamos a dar, que le vamos a enseñar, seremos pabilos vacilantes que no prenderemos en luz fuerte.
Pidamos al Señor, la fuerza necesaria para ser luz, sal y vida para este mundo que nos rodea y para ello no dejemos de rezar el capítulo 17 del Evangelio de S. Juan, la oración de Jesús por todos los que estaban con Él y por todos los que creyeran a través de su palabra “” Padre santo, guárdalos unidos a tu persona …para que sean uno como lo somos nosotros…….(11….que sean todos uno ….. y así el mundo crea que Tú me enviaste (21).
Terminemos con la alegría del salmista: El justo jamás vacilará. No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor.
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