13 JULIO 2014
DOMINGO 15-A
Mt
13,1-23. Salió el sembrador a sembrar.
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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EL ÉXITO Y EL FRACASO (Mt 13,1-23)
Durante tres domingos se leerán las parábolas sobre el Reino pronunciadas por Jesús. La primera de ellas -la de la semilla- va seguida de su explicación. Y, al margen del sentido de la misma, hay un hecho que sorprende tratándose de la obra de Dios, porque él es el sembrador. El hecho a que me refiero es que la siembra se pierde en tres ocasiones. Sólo una vez fructifica y con un resultado desigual. Este dato sólo se entiende desde el modo de sembrar de aquel tiempo. Abandonada la tierra tras la cosecha, era atravesada por los caminantes que la endurecían con sus pisadas, creando caminos temporales; en otros lugares crecían malas hiervas -ya se sabe lo persistentes que son-; y siempre había un sitio hacia el que el labrador arrojaba las piedras que encontraba. Cuando llegaba la época de la sementera, el campesino arrojaba la semilla sobre la tierra y luego la araba para así enterrarla. La que caía sobre el camino servía de alimento a los pájaros; el grano que caía entre las malas hierbas quedaba ahogado y el que caía en la parte pedregosa no llegaba a consolidarse. El resto fructificaba según la riqueza de la tierra.
Tal vez el sentido primero de la parábola no sean las diferentes actitudes ante el anuncio, ni siquiera las diversas respuestas. Tal vez sea cómo se dan juntos el fracaso y el éxito. Más aún: cómo el fracaso supera al éxito, porque tres veces se pierde la semilla y sólo una fructifica. Siendo así que hemos montado la vida sobre la necesidad del éxito en sus tres manifestaciones -dinero, prestigio y poder-, es bueno meditar sobre este asunto para reconducir las cosas y evitar así no pocas frustraciones y desengaños. Hace 24 siglos, un sabio israelita, meditando sobre la lucha del hombre por lograr todas sus aspiraciones, llegaba a esta conclusión: “¡Todo es vanidad!”.
Desde este punto de vista la parábola es iluminadora del momento presente. Hay quienes entienden la vida como una lucha sin tregua para lograr todas las metas y satisfacer todos los deseos. Son personas sin interior. Han endurecido sus sentimientos como la tierra del camino. Jamás llegan a acoger una palabra distinta de sus intereses. Otros conservan algo de interioridad, pero su corazón es demasiado débil e inconstante y se cansan. No soportan la dificultad ni entienden la exigencia. Luego están los que no tienen tiempo para ocuparse de su vacío interior porque viven absortos con lo que ocurre a su alrededor. Algunos incluso se han comprometido en la transformación del mundo, si bien, a veces, esa lucha responde más a la necesidad de escapar de sí mismos que de mejorar la realidad. Todo esto es vanidad. Los únicos que fructifican y dan grano para alimentar a los hombres son aquellos que tienen una gran riqueza interior -son buena tierra- y, con pocos medios, proporcionan a los demás grandes remedios. En otro lugar Jesús lo dice de esta manera: “El árbol bueno da buen fruto; el dañado, frutos malos”.
Para empezar esta reflexión sobre el Evangelio de esta semana quince del tiempo ordinario, hay que empezar con los versículos de Isaías de la primera lectura, la lluvia y la nieve bajan del cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra y hacerla germinar.
Cuantas veces pasa el Evangelio por nuestras vidas y seguimos siendo como los judíos del tiempo de Isaías que se nos reflejan en el propio pasaje evangélico, por mucho que oían y veían ni entendían ni percibían nada, porque tenían la mente embotada y los oídos y los ojos cerrados.
Puede más el exterior, pueden más los ruidos de fuera, cuantas cosas se nos ofrecen a nuestros ojos, las preocupaciones y ocupaciones que nos llenan, que me llena, pueden más que la Palabra que Tú me sigues mandando, una y otra vez, como la lluvia y la nieve, pero si la tierra se empapa, yo me resisto a empaparme de Ti, a llenarme de Ti, a rebosar de Ti, y es sencillamente porque o lo demás o Tú y ¡cuántas veces elijo las otras cosas y no a Ti!
Haya que reconocer que nuestros comportamientos están recogidos en esa casuística de la parábola y que unas veces somos la tierra del camino, la pedregosa o la que tenemos poco fondo y otras, porque no, sí devolvemos cuanto se nos ha dado, si cumplo con la voluntad de Dios sobre mi vida, sobre mi momento y son cuantas veces ayudo, cuantas veces soy compasivo, cuantas veces digo una palabra de aliento, un saludo, un simple paseo, en definitiva cuantas veces amo a los demás.
Señor quisiera estar en ese grupo de los discípulos, que los entendidos dicen que era un número mayor de los doce, para dialogar contigo, para escuchar en la intimidad tu Palabra y vivir tu vida y esa oportunidad me la das en la oración, Tú me buscas porque pones en mí la inquietud, el deseo, me sales al encuentro y solo tengo que entrar en ese círculo de amistad, para entrar en las entrañas del tu Reino y así, como dice el salmo “riegas los surcos, iguales los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes”
Gracias Señor, porque me cuidas, gracias Señor porque me llevas por el sendero justo, gracias Señor porque me das la vida y cuida de mi salud, gracias Señor por la familia, gracias Señor por los amigos y todas las personas que me rodean y que me dan el bien que Tú haces que me den: que se bran mis ojos, que se abran mis oídos, para verte y escucharte en cada momento.
María, Madre de todos los hombres, ayúdanos a decir AMEN
Según el profeta Isaías la Palabra de Dios es como la lluvia y la nieve que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar. Pero la parábola de Jesús nos enseña que no toda tierra es adecuada para la semilla, que a veces es devorada por los pájaros, otras se seca abrasada por el sol o perece ahogada por las zarzas. El salmo responsorial apunta que es en la tierra buena donde la semilla da fruto.
Me gusta contemplar en el salmo a Dios, sembrador afanoso que trabaja la tierra con primor, esmero y dedicación. La cuida, la riega, prepara los trigales, riega los surcos, iguala los terrones y bendice los brotes. Y yo me siento esa tierra privilegiada labrada con mimo por sus manos, que llevan a cabo su tarea con suavidad y ternura, cuando de aliviar con agua se trata, y con firmeza cuando toca arrancar espinas y abrojos o corregir desigualdades y desniveles de terreno.
También Pablo sabe de sembrar en muchas tierras distintas y de cosechas desiguales: el cien por cien, un sesenta, un treinta... Y después de emplearse a fondo en su labor y de beber hasta el borde cálices de éxitos y fracasos, gozos y dolores, considera que los trabajos del presente no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Hermosa perspectiva para quien quiere sembrar...
La explicación que da Jesús de la parábola se refiere a los que escuchamos la Palabra, al modo de hacerlo. La calidad de nuestra tierra que acoge la semilla es la de nuestra escucha. La Palabra puede empapar, fecundar y hacer germinar, pero en nosotros está abrirnos a su acción beneficiosa y dejar que cumpla su misión. Solo se nos pide escuchar con constancia, sin sucumbir ante las dificultades o persecuciones. Meditar la Palabra y guardarla en el corazón para que no la ahoguen los afanes de la vida ni la seduzcan las riquezas. Dejarse penetrar por ella como algo vivo, que transforma desde los tuétanos, inquieta, conmueve, empuja...
Me acuerdo muchas veces de San Antonio, que al entrar en una iglesia y escuchar el evangelio comenzó a orientar su vida según él. La Palabra cayó en tierra buena.
Nadie más interesado que el sembrador en que la semilla dé fruto. El nuestro es el mejor.
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