3 ABRIL 2016
2ºDOM-PASCUA
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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LAS DUDAS DE TOMÁS (Jn 19,19-31)
Estaban escondidos y asustados y Jesús se les mostró extendiendo ante ellos las manos y mostrando el costado. Eran los trofeos de su victoria. Ellos, al verlo, se llenaron de alegría. Es el sentimiento que invade a todo el que se encuentra -en medio de sus dudas y temores- con el Señor de la vida. El primer rasgo de un cristiano es, precisamente, la alegría, ya que ella es el brillo del amor. Pero una alegría que nadie puede quitar porque no procede de nada que alguien pueda darnos, sino de algo más profundo.
Después de tranquilizarlos, los envía a cumplir su misión en el mundo: la misión de perdonar. Para ello les entrega su Espíritu. Y es que la misión de perdonar excede con mucho las posibilidades humanas, como bien decían los fariseos a Jesús. La Iglesia no cree tener por derecho propio el poder de absolver o no la culpa. Sólo Dios es Señor del perdón. Pero ella ha recibido una misión que de anunciar el perdón. Esa fue la gran lección de la cruz: la violencia y el odio desatados contra él en su pasión no consiguieron descabalgar a Cristo de la montura sobre la que entró en Jerusalén: la paz y el amor incluso al enemigo. Por eso murió perdonando, aunque algunos, después de veinte siglos, aún sigan odiándole por ello.
Todo esto va precedido del saludo de la paz, el principal de los dones del Mesías. Paz, alegría y perdón: ¡Hermosa trilogía para un mundo demasiado carente de las tres! La misión del cristiano, como la de Cristo, es anunciar a un mundo, castigado por la violencia, la paz más profunda y valiosa: la del corazón; entregar la dicha más auténtica a un mundo entristecido, que oculta su insatisfacción en una compulsiva búsqueda de placeres; y liberar de la angustia de la culpa a quienes han olvidado el concepto de pecado, pero no se han podido liberar del sentimiento que conlleva la connivencia con el mal.
Tomás representa a todos los escépticos, a todos aquellos que sólo creen en lo que puede verse y tocarse, a los que hacen gala de ser prácticos y positivos. Sólo creen en la verdad de los sentidos. Lo cual es bien poco. A éstos Jesús les dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. No está hablando de falta de rigor o ingenuidades. Habla de que hay otra realidad tan presente y comprometedora como aquella que creemos conocer. Ignorar esto no es cosa de sabios, sino de engreídos.
Más aún: sólo es verdadero sabio quien sabe ver siempre más allá, quien no se deja engañar por la apariencia, quien busca en todos y en todo el espíritu que anima a cada ser. Tal vez la fe no sea -como en otro tiempo se creyó- una debilidad del ignorante, sino una necesidad, un valor, para la supervivencia. Han pasado los años, al menos eso parecía, en que los creyentes casi teníamos que pedir disculpas por creer y ser aceptados sin ironías ni menosprecios. Hoy la fe es un don que ofrecemos al mundo con la paz, la alegría y el perdón.
La muerte parece acechar, agazapada y pronta a segar la vida - Bélgica, Lahore... - pero es ella la muerta y vencida. Es Cristo, y no ella, quien tiene la última palabra, la definitiva.
Es la muerte la que ronda a los discípulos y los enferma de miedo, la que los mantiene encerrados buscando burlar su herida, hasta que llega Jesús, vivo, y se pone en medio de todos trayendo la paz y la misión de perdonar, de llevar por doquier la misericordia del Padre, el Espíritu Santo.
Pero Tomás duda, no puede decir, con los demás, que ha visto al Señor, y en su corazón no hacen mella el testimonio y la fe de los otros. Sin embargo sólo entre ellos recibirá del Señor la señal que ha pedido: ver en sus manos la marca de los clavos y su costado abierto. Obstinado, exige ver ante sí al crucificado.
Nosotros estamos entre los dichosos que creen sin haber visto, y también, a veces, entre quienes se quedan sin pasar página en el sábado santo, y necesitamos ver sangrantes las heridas que nos han curado.
Todavía, a veces, respiramos miedo, destierro y tribulación, como discípulos de un condenado. Necesitamos experimentar, entonces, en comunidad, la presencia y la paz de Jesús, EL QUE VIVE. Él nos conoce, nos ama y nos comprende, nos busca y nos encuentra, como a Tomás.
Él quiere despertar nuestra fe para que, creyendo, tengamos vida en su nombre.
Hoy el Evangelio, en el relato de las apariciones a los “discípulos”, no sabemos si era solo los doce o más, como parece ser, se repite el deseo de Cristo de transmitirnos su paz y nos da la última bienaventuranza, dichosos los que sin ver crean, llenando los corazones de los discípulos de alegría porque el que estaba muerto, vive.
La Resurrección de Cristo es ante todo motivo de alegría, “y los discípulos se llenaron de alegría al ver a Jesús”, alegría que nos trae la paz a nuestros corazón, es tan vital que es la fuente de la evangelización, tercera parte del Evangelio, la misión, “”como el Padre me ha enviado, así también os envío yo””.
Alegría porque Cristo vive, y podemos decir qué poco se nota esta alegría en nuestras celebraciones, serias, tristes, seguidoras en su mayor parte de unas oraciones que hace el celebrante y que contestamos simples “amen”, parece que esa alegría que sentimos en la noche de Pascua se ha apagado como vela mal encendida; a este respecto recuerdo las palabras de un sacerdote que celebraba la eucaristía y había unos niños jugueteando y los asistentes mirábamos y remirábamos a los niños y el sacerdote nos dijo, dejad a los niños que jueguen, son la sonrisa de Dios entre nosotros; con ello quiero manifestar mi deseo de que nuestras celebraciones tienen que dejar ese tono gris o más gris y cambiarlo por unos tonos de colores y por supuesto más ser más participativa entre celebrante y el pueblo.
Esa alegría, porque reconocemos a Cristo vivo y a nuestro lado, nos trae la paz, paz que llenará nuestras vidas en todo momento, en los momentos alegres y en los menos alegres, nos disiparan las dudas como a Tomas y nos traerá el gozo de un perpetuo encuentro, no llenará de luz en nuestras sombras y estallaremos de risa en los momentos buenos.
Cristo ha muerto y resucitado y como anunció volverá al Padre y ese amor del Padre, ese rostro del Padre que nos desveló con su palabra y sus obras, tiene que ser nuestra misión, llevarlo tal como lo recibimos, lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis (Mt 10), no se entendería al cristiano sin la misión, sin comunicar a Cristo con nuestra vida y con nuestra palabra, es esencial a nuestro ser seguidores de Jesús.
Tomás dudó, y la duda lo llevó a encontrarse con Jesús que lo buscaba, trae tu dedo…trae tu mano....., se encontró con el que lo buscaba y confesó y Jesús proclama esa bienaventuranza que nos alcanza a todos los que después de aquella primera generación seguimos creyendo en Jesús.
María, Madre de Jesús y Madre nuestra, alégrate, porque Jesús, tu Hijo, vive y haz que le abramos la puerta de nuestro corazón cuando llama en cuanto nos acontece en la vida y no digamos mañana, para lo mismo decir mañana. AMEN
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