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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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EL AMOR MÁS GRANDE (Jn 15,9-17)
En cierta ocasión, le preguntaron a Jesús cuál era el principal mandamiento de la ley judaica y él respondió diciendo que eran dos: el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo como a uno mismo. Lo que viene a significar que no hay que hacer un ídolo de nada -¡las idolatrías siempre generan sufrimiento e injusticias!- y que el otro es un valor indiscutible. La respuesta que dio estaba en linea con la pregunta que le hicieron y, evidentemente, mantenía un cierto paralelismo entre la vida religiosa, cuyo objeto es Dios, y la vida social, que tiene como objeto al otro, si bien la respuesta empieza a apuntar que el planteamiento es insuficiente. Este dualismo, propio de estadios muy elementales de la religión, empezó a superarse cuando -según narra el Éxodo- se promulgó el Decálogo. Los profetas de Israel trataron de desarrollar esta doctrina, pero, en tiempos de Jesús, ambas dimensiones prácticamente estaban separadas. El fariseísmo fue un movimiento político-religioso cuyo núcleo era precisamente ése.
Pero, llegado el momento definitivo, en el discurso del adiós, Jesús quiso dejar las cosas bien claras y, posiblemente para evitar interpretaciones sesgadas o interesadas, dijo a sus discípulos que sólo tenían que cumplir un precepto totalmente nuevo: el de amarse unos a otros con el amor más grande, el que está dispuesto a dar la vida por el amado. Él así lo había hecho y su voluntad era que ellos hicieran lo mismo. Lo sorprendente de este mandamiento no es lo manda, sino lo que silencia. Porque no dice nada del amor a Dios con todo el corazón, tal como mandaba la ley. Y no cabe pensar que Jesús estuviera predicando la filantropía propia de un agnóstico.
¿Qué hay detrás de todo esto? Creo que sólo podemos entender su postura si escuchamos lo que dice sobre el juicio de las naciones: llegado el momento de la verdad, seremos juzgados según el amor al prójimo. “Tuve hambre y me diste de comer, estuve enfermo y me cuidaste, fui forastero y me acogiste...”. Y la razón es bien simple: una vez establecido el principio de la encarnación -Dios se reviste de humanidad-, sólo se puede amar a Dios en su forma humana, es decir, amando al prójimo; y sólo se le puede amar con todo el corazón, dando la vida por los demás.
En dos mil años de historia, el cristianismo ha tenido momentos de gloria y de miseria. Nadie lo puede negar. Pero los valores fundamentales, los principios doctrinales, poseen un carácter definitivo y cumbre. En el fondo, el cristianismo es un humanismo radical y profundo, si por humanismo entendemos la defensa de lo humano como un valor absoluto. El fundamento del mismo no es el acuerdo entre los hombres o la voluntad de los poderosos, sino Dios mismo, que es origen y meta. Vivimos un relativismo asfixiante en muchos órdenes de la vida -todo es “según”-. Pero esto no nos hace más libres ni afortunados. Sólo nos deja más indefensos y más expuestos. ¿Es posible que el ser humano vuelva a recuperar su centro dejando de lado su fundamento, es decir, a Dios? Personalmente, creo que no.
FRANCISCO ECHEVARRÍA
Amor es la palabra que atraviesa y penetra las lecturas de este domingo. Y a pesar de su uso y abuso en nuestra vida de cada día no pierde un ápice de su valor, ni de su significado, ni de la luz y la fuerza que emanan de ella.
Lo que sí hacen las lecturas de este domingo es mostrar en todo su esplendor cómo es el amor o cuál es, según las redes sociales, su perfil. Desde aquí es preciso tener en cuenta que procede de otro, no de uno mismo. Y es reconocible, de modo inequívoco, en su capacidad de descentrarnos de nosotros mismos. Tanto que, si no lo consigue, no es amor.
Por eso Jesús nos ama desde su consciencia profunda de ser amado antes por el Padre. Y nos pide amar a los demás como él nos ama. Esa es la medida del amor. El amor, además, exige la entrega de la vida a los que llama amigos, porque pone a todos en pie de igualdad. Nadie está sobre nadie.
Somos amados porque se nos ha elegido por pura gracia. El amor no tiene que ver con los méritos. Juega en una liga distinta. Sus razones y motivos distan mucho, pero mucho, de los nuestros.
En su primera carta el apóstol Juan refiere el amor directamente a Dios. Tanto que, según él, lo define: Dios es amor. De ahí lo recibimos como de un manantial de gracia. Y nos recuerda que el amor llama al amor. Por eso, no vivir amando supone estar desconectado de Dios.
Juan nos recuerda, también, en qué consiste el amor: es Dios quien ama primero, siempre, y la prueba es Jesús que entrega su vida por nosotros.
En la primera lectura el amor recibe un nombre algo más grandilocuente: Espíritu Santo. Y queda claro que tiene sus propios caminos y una determinada determinación de culminar su obra cuando y como quiere; y, desde luego, con quien quiere.
Por eso el salmista canta, aclama, grita y vitorea, y pretende involucrar en su alabanza a la tierra entera, qué menos… Es preciso cantar un cántico nuevo, porque Dios hace maravillas. Ese Dios que es amor.
La semana pasada Jesús nos hacía participe de su intimidad y nos daba la salida de esa intimidad, amar con obras no con palabras.
De esa intimidad nace el amor,
“”como el Padre me amó, así os he amado yo””
“”Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor….”
“”Este es mi mandamiento que os améis unos a otros como yo os he amado””
“”os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa””
Esto es lo que tenemos que rumiar, sí rumiar, para hacerlo carne de nuestra carne y Vida de nuestra vida, amar, amar, este es el distintivo del cristiano, como nos dice en el capitulo trece, y si esta es nuestra seña de identidad, ¿cómo es nuestro amor, a Dios y a los hermanos? Y tenemos que ir a la carta de Juan y reflexionar sobre toda ella, pues no trata de otra cosa que del amor y cómo se manifestó, como nos lo dice en el pasaje de hoy y el propio Evangelio, “”nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos””, y ello porque el amor es dar, darse, entregarse, desaparecer como el grano de trigo para que el fruto alimente la vida de todos.
Amado por Dios por medio de Jesús, nos da su único mandamiento y la alegría de vivirlo, reflexionemos con la fuerza del Espíritu en los ratos de intimidad que nos da la oración, de la que no podemos prescindir.
Pues este amor se nutre de la oración, personal comunitaria, de Iglesia y está alentada por el Espíritu Santo, pues oramos con sus gemidos y contemplamos con su fuerza, y para ello veamos el capítulo 8 de la Ct. a los Romanos, vida en el Espíritu, como nos narra la primera lectura y que pronto olvidamos que fue y es el protagonista de nuestras comunidades, dándonos fuerza al débil y aliento al desvalido.
Ven Espíritu Santo, aliento del Padre y del Hijo en la plenitud de la eternidad, fuerza de los que a ti se acogen y fortaleza de los débiles.
Santa Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a vivir el gozo del Amor del Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, ¡AMEN!
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