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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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MIRANDO AL CIELO (Lc 3,1-6)
El evangelista san Lucas comienza su relato sobre la vida adulta de Jesús poniendo fecha a lo que va a narrar para indicar así que el misterio de la salvación tiene lugar en el tiempo, en la historia, en el acontecer del mundo. Es ésta una de las convicciones más comprometidas del cristianismo, pues, si la salvación tiene lugar en la historia y en la vida de los hombres, ningún creyente puede situarse de espaldas a la misma. La realidad diaria nos interpela y nos exige una respuesta en consonancia con la fe que profesamos. Si los creyentes damos la espalda al mundo, nos quedamos sin Dios, porque Dios ha venido al mundo para encontrarse con nosotros.
Tras esta referencia histórica, Lucas presenta a Juan bautista como un profeta -"La palabra de Dios fue dirigida a Juan"-. Hacía siglos que no había profetas -los escribas y fariseos habían ocupado su lugar- y se echaba de menos una palabra iluminadora. El mensaje del último y, en palabras de Jesús, el más grande de los profetas, estaba en la línea de la tradición más estricta: predicó un bautismo de conversión para alcanzar el perdón de los pecados. El de Juan no es un bautismo de salvación -por el que renacemos a una vida nueva: como hijos de Dios-, sino de conversión y de purificación -que restaura al hombre en la justicia-. Juan pertenece todavía al Antiguo Testamento. Invita a los hombres a volver el corazón a Dios, es decir, a reconocer su realidad y su voluntad y a abandonar la vida de pecado. Tal vez a alguno le suene a trasnochada esta invitación, pero de una cosa estamos convencidos los creyentes: muchos de los males de este mundo tendrían buen remedio si los hombres, en lugar de encerrarnos en nuestras angustias y temores, en nuestras violencias y egoísmos, abriéramos el corazón al Dios de la Verdad, la Justicia, el Amor y la Paz. Y esto vale para todos porque el pecado, antes que un problema moral es un problema ético, es decir, antes que un problema religioso es un problema humano. Algunos, desde el agnosticismo reinante, niegan el pecado so pretexto de que es un concepto religioso. ¡Ojalá que, negando el pecado, lográramos erradicar la maldad!
La predicación de Juan es completada con una cita de Isaías que describe el retorno de los exiliados. La cabalgata de la salvación recorre el mundo para que todos los hombres gocen de ella. Pero es necesario preparar un camino recto y llano. Rebajar los montes de la soberbia y el egoísmo, rellenar los baches de la injusticia y del desamor y enderezar las curvas de la mentira. El mensaje de Lucas se reduce a una cosa: el mundo tiene arreglo, aún es posible ser feliz, los problemas se pueden resolver. Pero es necesario que los hombres, de una vez por todas, cambiamos el corazón. Acaba de empezar un siglo y, al mirar a la tierra, lo que vemos no nos acaba de gustar porque, lo que más sobresale es la violencia en todos los órdenes. ¿No ha llegado la hora de enderezarse y mirar al cielo sin miedos ni complejos? Dios no es una amenaza para el hombre -eso nos dijeron y muchos lo creyeron-. El peligro son los dioses. No es el Edén, sino Babel lo que enfrenta a los hombres.
A veces, los cristianos, damos la impresión de que Dios viene a nuestras vidas a complicarlas de mala manera, a fastidiar. Y muchos se niegan a buscar o desear a un Dios enemigo del gozo y lo bello, de la felicidad y la dicha, del canto y la risa. Muchos identifican a la Iglesia con una máquina de hacer normas pesadas casi imposibles de cumplir en la vida cotidiana (y no les falta razón…).
Por eso, textos como los de este segundo domingo de Adviento son una brisa de aire fresco, y un recordatorio del verdadero rostro de Dios y su modo de actuar; de lo que él quiere, de verdad, de nosotros y para nosotros.
En el libro de Baruc es Dios quien prepara un camino llano, cómodo y seguro para Israel: manda que se rebajen los montes, que se rellenen los barrancos y es su gloria la que guía a su pueblo. En cambio, en el evangelio, Juan es llamado por Dios, encarnado en la historia, a gritar en el desierto, llamando a todos a la conversión para preparar los caminos del Señor, y exhorta a hacerlo a la manera de este: allanando senderos, rellenando montes, valles y colinas, enderezando lo torcido, con la intención de que toda carne vea la salvación de Dios. Es decir, se trata de facilitar, ayudar, posibilitar. Todo lo contrario no es de Dios, no es cristiano.
No es propio de nosotros, los que seguimos a Jesús, poner tropiezos ni dificultades en el camino, amarguras ni discordias, heridas ni desazones. Somos los que, como Juan, señalamos el sendero hacia el que cura, salva, libera y perdona; y hacemos nuestras sus obras a favor de todos.
Otro facilitador de los caminos de Dios, Pablo, muestra con ternura su amor y confianza a sus colaboradores de Filipos, de la mejor manera posible: ora por ellos desde las entrañas, con todo el corazón, como una madre, un padre, el mejor de los amigos; con una sensibilidad exquisita y apuntando a lo más alto para ellos. Una hermosa manera de allanar camino a los demás: hacia nuestro corazón y el de Dios.
San Juan de la Cruz exclamaba: ¡Qué gran Dios tenemos! Es lo que experimenta el salmista en su vida. Lo que todos los que le conocen cantan por fuera y por dentro sin poder ni quererlo remediar.
Esta semana y la siguiente tenemos a Juan como personaje central del relato evangélico, personaje del que nos habla los capítulos 1 y 2 anteriores, hijo de Isabel y Zacarías.
De Juan, como de Jesús, solo sabemos su vida pública, pues después de su nacimiento poca cosa se cuenta de uno y otro.
El libro de Baruc nos invita a la alegría, “”quítate el velo de tristeza, Jerusalén, el salmo canta la tristeza del cautiverio y la alegría de la liberación, Pablo nos dice como reza por la comunidad de Filipo, para “”que vuestro amor siga creciendo más y más…” y el Evangelio nos trae, como dijimos, a Juan el Bautizador, como nos dice la hoja.
La Palabra de Dios viene sobre Juan en un momento preciso, tanto civil como religioso, y curiosamente, a pesar de darse tantos datos, Juan ni se relaciona con unos ni con otros, vive en el desierto, en la nada, como decimos, vive la soledad, para el que lo habita, será la soledad sonora del poeta, porque todo le invita a ver esa presencia de Dios a la que se refiere Carreto y tú y yo, si es que algún día logro vivir en el desierto, libre de toda atadura y con aquello que me sea necesario, difícil en este mundo de locuras donde pensar en Navidad es pensar en vender y vender y los incautos caemos en los cantos de sirenas y compramos y no dejamos de comprar.
Siempre me he preguntado, si Jesús nació en la absoluta pobreza, ¿cómo lo celebramos con estas fastuosas cenas y comilonas?
Juan nos invita a rellenar valles y abajar montes y colinas, a preparar los caminos del Señor, caminos por los que, como en el Evangelio de hoy (Mt.9,27-31) discurrirán los que siguen a Jesús, aún sin ver, buscando su dignidad, como los ciegos, y mañana serán los cojos, y pasado los que ansían el encuentro con el Padre Bueno y el otro….., siempre estemos abierto a todos.
Juan predicaba un bautismo de penitencia, de cambio de vida, de hacer los caminos fáciles para todos los que de buena voluntad quieren otra vida, otro estilo de vida porque la que vemos y se nos da no llena, no nos hace hombres/mujeres dignos como personas, seamos de la condición que sea, de la fe que tengamos, pero personas que miran su crecimiento con los demás, a pesar de la bulla de la calle, de la bulla de mi corazón embotado de cosas que ni comprendo ni me interesan.
Allanemos los caminos para los que buscan al Señor, demos la alegría y la dignidad a los que la han perdido, acompañemos a los que mascan la soledad en su día a día y no tienen, ni como aquella familia de Belén, ni siquiera un establo.
Y así, todos, veremos la salvación de Dios, todos seremos hijos de Dios, así todos comprenderemos como don de Dios, la alegría de vivir para todos y en todos.
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, Señora de la Esperanza, enséñanos a preparar los caminos para los que buscan a tu Hijo, ¡AMEN!
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