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Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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EL ÉXITO Y EL FRACASO (Mt 13,1-23)
Durante tres domingos se leerán las parábolas sobre el Reino pronunciadas por Jesús. La primera de ellas -la de la semilla- va seguida de su explicación. Y, al margen del sentido de la misma, hay un hecho que sorprende tratándose de la obra de Dios, porque él es el sembrador. El hecho a que me refiero es que la siembra se pierde en tres ocasiones. Sólo una vez fructifica y con un resultado desigual. Este dato sólo se entiende desde el modo de sembrar de aquel tiempo. Abandonada la tierra tras la cosecha, era atravesada por los caminantes que la endurecían con sus pisadas, creando caminos temporales; en otros lugares crecían malas hiervas -ya se sabe lo persistentes que son-; y siempre había un sitio hacia el que el labrador arrojaba las piedras que encontraba. Cuando llegaba la época de la sementera, el campesino arrojaba la semilla sobre la tierra y luego la araba para así enterrarla. La que caía sobre el camino servía de alimento a los pájaros; el grano que caía entre las malas hierbas quedaba ahogado y el que caía en la parte pedregosa no llegaba a consolidarse. El resto fructificaba según la riqueza de la tierra.
Tal vez el sentido primero de la parábola no sean las diferentes actitudes ante el anuncio, ni siquiera las diversas respuestas. Tal vez sea cómo se dan juntos el fracaso y el éxito. Más aún: cómo el fracaso supera al éxito, porque tres veces se pierde la semilla y sólo una fructifica. Siendo así que hemos montado la vida sobre la necesidad del éxito en sus tres manifestaciones -dinero, prestigio y poder-, es bueno meditar sobre este asunto para reconducir las cosas y evitar así no pocas frustraciones y desengaños. Hace 24 siglos, un sabio israelita, meditando sobre la lucha del hombre por lograr todas sus aspiraciones, llegaba a esta conclusión: “¡Todo es vanidad!”.
Desde este punto de vista la parábola es iluminadora del momento presente. Hay quienes entienden la vida como una lucha sin tregua para lograr todas las metas y satisfacer todos los deseos. Son personas sin interior. Han endurecido sus sentimientos como la tierra del camino. Jamás llegan a acoger una palabra distinta de sus intereses. Otros conservan algo de interioridad, pero su corazón es demasiado débil e inconstante y se cansan. No soportan la dificultad ni entienden la exigencia. Luego están los que no tienen tiempo para ocuparse de su vacío interior porque viven absortos con lo que ocurre a su alrededor. Algunos incluso se han comprometido en la transformación del mundo, si bien, a veces, esa lucha responde más a la necesidad de escapar de sí mismos que de mejorar la realidad. Todo esto es vanidad. Los únicos que fructifican y dan grano para alimentar a los hombres son aquellos que tienen una gran riqueza interior -son buena tierra- y, con pocos medios, proporcionan a los demás grandes remedios. En otro lugar Jesús lo dice de esta manera: “El árbol bueno da buen fruto; el dañado, frutos malos”.
Dm 15 TO 16.7.23
Empezaré esta reflexión con el último párrafo del comentario de Isaías, primera lectura:
“” Todo sucederá porque Dios lo dice, pero nada vendrá si los hombres no escuchan a Dios con la radicalidad de la obediencia y el compromiso real”
Esta semana la liturgia pone a nuestra consideración la parábola del Sembrador, con la profecía de Isaías como preámbulo.
“”Salió el sembrador a sembrar….
Esto es, Dios sale a nuestro encuentro, de El parte nuestra búsqueda, no excluye a nadie, no hace acepción de persona alguna, este si y aquel no, “salio a sembrar” a encontrarse con los hombres, fueran los que no les prestan atención, los que son inconstantes, los preocupados por otras cosas y, por fin, los que de verdad le prestan atención.
Todos somos hijos de Dios, todos somos llamados a recibir la Palabra de Dios, en cada una de nuestras circunstancias, Dios no mira como somos, sobre todos se derrama su Amor, somos nosotros lo que somos, cada cual con nuestras circunstancias, problemas, dificultades, no somos iguales, pero ante Dios sí, ante el sembrador, recibimos la semilla, su Palabra, “ pero nada vendrá si los hombres no escuchan….”
Ahí está el meollo de la cuestión, en que Dios no quiere nada sin la cooperación del hombre/mujer, de la persona, de la humanidad, tenemos que querer, aceptar su adhesión, tener fe, entregarnos a Él con la “radicalidad de nuestra obediencia y el compromiso real”, ponernos en sus manos, ligero de equipaje, no llevar en nuestra mochila cosa alguna que no sea para dar, para darnos, con toda su crudeza pero con todo el amor de que somos capaz, “mi yugo es suave y mi carga ligera”, decíamos el domingo pasado.
Y todo ello desbrozando nuestra alma de todo aquello que impida escuchar, que impida tener una fe fuerte, para anunciar el evangelio, tarea de todos y para que la Palabra dé su fruto y vuelva al Padre “cumplido su encargo”, con nuestra tarea misionera.
Señor, hazme tierra receptora, tierra abonada, preparada, llena de esperanza en tu Reino, en el Reino de todos.
Gracias, Señor, por todo.
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a decir ¡AMEN!
Las hermosas palabras de Isaías ilustran maravillosamente las virtudes que encierra en sí la palabra de Dios: su fuerza y fecundidad, la vitalidad que despliega sin ningún otro concurso, que no dependen de ningún factor externo, sino que forman parte de ella misma.
Por otra parte, el salmista, canta maravillado al Dios labrador que cuida y mima la tierra hasta hacer de ella un magnífico vergel. Todo un rosario de cuidados desemboca en todo un espectáculo de vida, alegría y color.
Pablo, en cambio, no hace sino recordarnos que toda siembra se lleva a cabo en medio de sufrimientos insoslayables, pero no definitivos ni eternos, sino comparables, más bien, a los dolores de parto: inevitables pero pasajeros, que traen el gozo de una vida nueva.
Jesús, el buen sembrador, incansable y generoso, no deja de sembrar en nuestra tierra; esta tierra nuestra hecha de zonas pedregosas, de otras poco profundas, de zarzas y abrojos, y de otras de tierra buena. Y nosotros, a su vera, y como él, intentamos también sembrar. Y a lo mejor encontramos poco terreno propicio donde echar la semilla.
No olvidemos que ella tiene su propia fuerza y vitalidad, y que depende muy poco de nuestra maña y pericia como sembradores. Sí, acaso, de nuestra generosidad en la siembra; de no ceder al cansancio y de no dar por perdido ningún terreno, por baldío que parezca. Y toda tierra, por muy perdida que esté o abrupta que sea, es propiedad de Dios. Y él nunca la dejará de su mano.
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