30 NOVIEMBRE 2014
1º DOMINGO de ADVIENTO-B
Mc 13,33-37. Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa.
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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ESTAD EN VELA
Comienza el Adviento con un texto inquietante por la meta a la que apunta: la Navidad. Es ésta la fiesta en la que los cristianos celebramos el nacimiento de Jesucristo y los textos de la liturgia apuntan a la necesidad de velar y prepararse debidamente porque su primera venida, anticipo de todas sus venidas, fue misteriosa, desconcertante e inquietante. Misteriosa por el significado que tiene para nosotros: es la presencia en el mundo de un Dios que, cuando quiso y porque quiso, decidió nacer, vivir y morir como hombre; desconcertante por la apariencia: se muestra de un modo pobre y humilde; e inquietante porque nos advirtió que volvería de muchas formas y corremos el peligro de no reconocerle.
Los textos evangélicos nos ponen en guardia ante el peligro de no ver al Señor que llega encarnado en aquellos que son su presencia viva en medio de nosotros. No en vano la última parte del discurso al que pertenece este texto recoge la parábola de los talentos –“¿Qué habéis hecho con los dones que os he entregado?”– y el juicio final –“Tuve hambre y me disteis de comer...”–. El Dios que vino en forma humana sigue saliendo, cada día, a nuestro encuentro y hace falta tener los ojos y los oídos bien abiertos para reconocerlo en un niño recostado en un pesebre. Esa es la llamada que se nos hace en este primer domingo. Se trata de despertar del letargo para que no nos ocurra como a los contemporáneos de Noé, que no supieron comprender el momento en que vivían. Porque de eso se trata: de descubrir el significado del momento presente. Lo que viene, no es un diluvio de muerte, sino una inundación de vida y de amor. El riesgo es no darse cuenta y permanecer atrapados en el temor.
El misterio para el que nos preparamos es el misterio original de cristianismo: el misterio de la Encarnación. Su importancia es tal que, sin él, no puede entenderse la idea de Dios que predicó y encarnó en su vida Jesucristo –el Eterno y Misericordioso que se reviste de humanidad y de humildad–, su idea de hombre –el mortal revestido de divinidad y de dignidad– y su visión de la existencia, de la historia y del mundo –el lugar en el que ese Dios humilde y ese hombre divinizado se encuentran como un padre y un hijo–.
Si los creyentes no somos capaces de reconocer al Señor que llega humildemente, revestido de miseria y hasta de pecado, entonces es que hemos olvidado las enseñanzas del Maestro. Si no somos capaces de escuchar su voz en la miseria de nuestro tiempo, tampoco la oiremos en la grandeza de los libros que la conservan. El evangelio de este primer domingo, cuando nos advierte de la necesidad de vigilar, no se refiere a que nos encerremos en las iglesias para escuchar sus hermosas palabras, sino a que salgamos a los caminos, a las calles y a las plazas para verle y oírle porque es ahí donde está gritando y donde quiere ser oído. Abrir bien los oídos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo a los que sufren, porque es Dios quien habla en ellos: esa es la llamada.
Comenzamos el tiempo de Adviento con la invitación de Jesús a velar y vigilar. ¿Cómo hacerlo? Como aquellos que cuidan de la casa en ausencia del dueño. Cada uno ha de desempeñar su tarea, la que le ha sido encomendada, sin saber el día ni la hora de su regreso. Por eso todo ha de estar a punto en todo momento, pues el dueño puede aparecer al atardecer o a medianoche, al canto del gallo o al amanecer, y no puede encontrar dormidos a los criados.
Con ese apremio y esa esperanza aguardamos nosotros al Señor, despiertos y vigilantes, atentos y preparados. Contamos con la gracia y la paz de Dios nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. Hemos sido enriquecidos con dones suyos y llamados por Dios a participar en la vida de su Hijo. Y sabemos que Dios es fiel.
Para emprender el camino del Adviento, Isaías nos recuerda que Dios es nuestro padre, nosotros la arcilla y Él el alfarero. Que todos somos obra suya y su pueblo. Sabemos qué esperamos y a quién, y cómo hacerlo.
Pedimos:
Señor Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!
Todos lo decimos, en todas las homilías se dirá lo mismo, todas las hojas de ayuda en la liturgia lo repetirá, empezamos el tiempo de Adviento, palabra que no significa otra cosa que llegada y por eso es un tiempo de esperanza, de espera, de espera de esa llegada del Señor, de nuestro Salvador, que la semana pasada veíamos como Rey del Universo, pero un Rey, sin más reino que el que le construyamos nosotros y que El empezó y termino sin ningún signo de lo que vulgarmente entendíamos por Rey, pero como Rey venció a la muerte y reina en un reino en acción, como nuestro mundo que tenemos que desarrollarlo y recrearlo y en su lugar lo estamos destruyendo.
Es tiempo de esperanza, de velar, de estar atento a esa llegada que un día se producirá y que empezará cuando este tiempo que empezamos termine y cuando El mismo recapitule todas las cosas y las presente al Padre al final de los días.
Como nos decía el Papa Benedicto XVI, “en la esperanza fuimos salvados, dice S. Pablo a los romanos y también a nosotros..... Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente.....”
El Papa nos recuerda con S. Pablo (Ef2,12) que antes del encuentro con Cristo no tenían en el mundo ni esperanza ni Dios, por ello durante estas cuatro semana la recorreremos buscando ese encuentro con Jesucristo, ese encuentro con la Palabra que nos traerá el rostro de Dios, porque Dios en el Hijo, se abaja, se despoja de su rango para hacerse hombre con los hombres y elevarlo a la categoría de hijos de Dios.
Aquí debe de estar la grandeza de nuestro Adviento y la grandeza de nuestra Navidad, el encuentro con Jesucristo, que debemos de preparar, esta semana, considerando nuestra espera, activa, viva con Dios y los hermanos, en un servicio en las cosas pequeñas y en las grandes, pues nunca nos pedirá lo que no podamos hacer.
Con María, nuestra Madre y clave de este tiempo, iremos a ese encuentro con Jesucristo, como nos decía S. Pablo y para ello debemos quitar todo aquello que impida ese encuentro de esperanza.
Os invito a releer la Encíclica Spe salvi, que nos llenará nuestro corazón en la espera.
María, Madre del Adviento, enséñanos a decir AMEN
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