24 NOVIEMBRE 2019
DOM 34-C
Estas hojillas, que podéis bajaros, nacieron en la Parroquia de San Pablo (Fuentepiña, barriada obrera de Huelva) y la siguen varios grupos desde hace años en su reflexión semanal. Queremos ofrecerlas desde la sencillez y el compromiso de seguir a Jesús de Nazaret.
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LA UTOPÍA DEL REINO (Lc 23,35-43)
La predicación de Jesús se reducía a una sola cosa: “El reino de Dios está cerca”. No se refería, evidentemente, a que Dios iba a instaurar una teocracia sobre la tierra –“Mi reino no es de este mundo” dice en otro momento–, sino al cumplimiento de su voluntad, que no es otra que el bien del ser humano, su mejor creación, su obra más perfecta. Y habla así porque, en su tiempo –y en el nuestro– las cosas no eran de esa manera. La vida social estaba organizada de manera que entre los humanos no existía la armonía que el Creador había previsto: mal uso del poder por parte de las autoridades que, en vez de ocuparse de la defensa de los débiles, servían a sus intereses personales o de grupo; profundas diferencias sociales debido a que, mientras unos nadaban en la abundancia, otros se ahogaban en la miseria; marginación social y religiosa de quienes eran considerados indignos; desprecio del pobre o del enfermo como un ser olvidado de Dios; etc.
Él propone un modo de vivir alternativo en el que los que manden se dediquen al pueblo; en el que los fuertes empleen su fuerza en servir a los débiles; en el que nadie carezca de lo necesario porque los que poseen bienes no se dejan atrapar el corazón por ellos, sino que prefieren compartir; en el que nadie se sienta extraño porque todos tienen conciencia de que son hermanos, hijos del mismo Padre... Un mundo así es –a su juicio– un mundo feliz. Y no duda en decirlo abiertamente: “Dichosos los pobres de espíritu, dichosos los pacíficos, los misericordiosos...”.
Las bienaventuranzas constituyen el programa de vida de los ciudadanos de ese reino. La primera de ellas señala la actitud básica: la del pobre de espíritu, que no es sino aquel que sólo tiene un absoluto: Dios. Todo lo que el mundo busca y adora –riqueza, poder, fama, éxito...– no tiene para él ningún valor. Sólo es importante el amor, la verdad y la paz.
Evidentemente estamos ante la utopía. Nunca han sido así las cosas y dos mil años parecen un tiempo razonable para comprobar la eficacia y el realismo de su doctrina. Pero no se olvide que la utopía no es un imposible, sino un ideal –aún lejano– hacia el que se camina. Necesitamos la utopía para no ahogarnos en la desesperación. Esa es la fuerza de las palabras que el crucificado dirige a quien –crucificado con é– le suplica que no lo olvide: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Quien lucha por el ideal de un mundo más fraterno, más justo y más feliz puede ciertamente decir: “Estoy a las puertas del paraíso”. Porque cada esfuerzo que hace por el Reino es un paso hacia la utopía.
Tal vez sea éste el principal reto que se nos plantea a los creyentes en Jesucristo en los –todavía– umbrales del tercer milenio: creer en la utopía, construirla convencidos de que es posible, caminar hacia ella. En definitiva: darle una oportunidad real al Evangelio.
¿Verdad que es una maravilla celebrar a Cristo Rey con la oración del buen ladrón? Algo querrá decirnos nuestra madre, la Iglesia, cuando pone a nuestra consideración y ante nuestros ojos a Jesús crucificado, insultado y denostado por todos, precisamente cuando pretende mostrarle como rey. ¿Cómo nos hemos equivocado tanto entonces, en otras épocas, de rey y reinado?
Si te metes en la escena, como uno más entre todos los que allí se encontraban, ¿verdad que dan ganas de gritar a los magistrados, los soldados, a uno de los malhechores: Que no, que no; que él no se salvará a sí mismo, él no. No ha venido para eso. Ha venido en busca de todos los que están perdidos. A pastorear a todos.
Al buen ladrón le llamamos así sin saber si robó algo o no. De cualquier forma él se sentía culpable de recibir la pena de muerte y merecedor de ella. A lo mejor el ver a Jesús inocente en el mismo suplicio le bastó para saberse, de cualquier forma, culpable de lo que fuera, y consideraba incluso una forma de honor compartir con él la misma muerte.
O quizás, como apunta la hojilla, lo que robó el buen ladrón fue precisamente el cielo que se le prometió. Y el crimen por el que fue condenado tendría cualquier nombre.
Qué envidia de este de la última hora, que llegado a la función cuando se bajaba el telón de su vida, una vida toda ella mal encaminada, sin méritos personales ni talentos bien aprovechados, sabe llegar directo al corazón de Jesús. Y en el colmo de la audacia se lanza al vacío sin ala delta ni paracaídas, solo asido a una confianza ciega, y pide a Jesús que se acuerde de él cuando llegue a su reino. Y sin purgatorio que valga ni otra purificación oficial es recibido, ese mismo día, en el paraíso.
Querido buen ladrón:
Enséñame a robar, por favor, pero no cualquier cosilla, que solo me conformo con el paraíso. Ayúdame a llegar, derecha y sin atajos, al corazón del Señor, del rey de todos los pobres y pequeños, perdidos y marginados, los últimos y los bienaventurados. Y roba tú todas las palabras que sobran en mi oración. Porque te bastó con decir a Jesús: Acuérdate de mí. Y mi felicidad se verá colmada cuando escuche de sus labios decir: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Hoy celebramos la festividad de Jesucristo, Rey del Universo.
Entiendo esta fiesta como ocasión de difundir el hecho que tenemos que poner a Jesucristo, como centro de nuestra vida, pues de otra forma, para mí, no tiene sentido la festividad que la Iglesia celebra. ¿Equivocado?, puede.
Y ello porque Jesús fue todo, menos un rey, fue pobre niño nacido en un establo, vivió una vida callada, la mayor parte de ella, y cuando inició la predicación del Reino, solo estuvo tres años, fue contracorriente, atacó con sus gestos y palabras la estructura del sistema sacerdotal montado en torno al Templo y lo mataron en una Cruz, castigo cruel y degradante.
Jesús nunca fue Rey, más que de una cosa, de servir, donde ganó a todos y nos sigue ganando.
Recordemos el pasaje de Mateo -19,20-27- la petición de la madre de los Zebedeos, la aceptación del martirio, la molestia de los otros sobre la petición y la réplica de Jesús:
“”…los que gobiernan las naciones las someten a su dominio y los poderosos la rigen despóticamente, PERO ENTRE VOSOTROS NO SERÁ ASÍ. Antes bien si alguno quiere ser grande, que se ponga al servicio de los demás y si alguno quiere ser el primero, se haga el servidor de todos.””
Este es el Reino de Jesús, que a Pilato dijo que no era de este mundo, que lo definió como amor hecho realidad en los más pequeños y que tiene por trono una Cruz, misterio de salvación que debemos mirar y sentir en nuestras entrañas.
Ese es el Rey, centro de nuestra vida, este es el que nos trajo el rostro del Padre y nos dijo, no busquéis aquí o allá, porque el Reino de Dios está dentro de vosotros, está en mi presencia en vuestras vidas, en vuestro caminar junto a mí, pues siempre estaré contigo, conmigo, con nosotros.
Dejémonos de coronas, cetros y mantos de este mundo, pues en su trono no tuvo otra cosa que una corona de espina y amor, mucho amor y pienso que esta festividad, preludio de la espera de la Navidad, debería llamarse, festividad del Amor de Jesucristo.
Pongamos un broche a nuestro año litúrgico, con un repaso a nuestra vida a la luz de ese capítulo 25,31 del evangelista Mateo y añadamos otras circunstancias que se den en nuestra vida, que puede ser porque no saludo a ese vecino; privar de una sonrisa a un niño, que son precisamente la sonrisa de Dios en nuestro mundo; un rato con ese pesado que está solo; un cafetito con el que nadie quiere perder un minuto…….
Al atardecer de nuestra vida, nos dice S. Juan de la Cruz, en sintonía con ese pasaje evangélico, nos examinarán del amor y no hay más o ¿nos parece poco?.
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, enséñanos a servir, a decir que SI, como tú, AMEN
P.D. No me resisto a ofrecer esta oración, para que veamos qué Rey era Jesús:
UN CREDO PARA ORAR
Yo creo en un niño pobre
que nació de noche en una cuadra,
arropado sólo por el amor de sus padres
y la bondad de la gente más sencilla.
Yo creo en un hombre sin importancia
austero, fiel, compasivo y valiente,
que hablaba con Dios como con su madre,
que hablaba de Dios como de su madre,
contando, llanamente, cuentos sencillos,
y por eso molestó a tanta gente
que al final lo mataron,
lo mataron los poderosos, los que se creían "santos".
Yo creo que está vivo, más que nadie,
y que en él, más que en nadie,
podemos conocer a Dios
y sabemos vivir mejor.
Y doy gracias al Padre
porque Él nos regaló este Niño
que nos ha cambiado la vida,
y nos ha dado sentido y esperanza.
Yo creo en ese niño pobre,
y me gustaría parecerme a él.
Escrito por José Enrique Galarreta, SJ.
¡Qué fácil es identificarse con el buen ladrón!
La lías durante toda la vida y con un arrepentimiento al final, crees que basta.
Yo soy el otro, el que ha increpado tantas veces a Dios porque no me sale bien algo y ni siquiera he tenido, en muchas ocasiones, la solidaridad de los condenados: “sálvanos a nosotros”. Yo a lo mío.
Veo a tanta gente que sufre, cada uno con su cruz y siento indiferencia.
Por favor, perdóname Señor: no lo merezco; pero ten piedad de mí.
Vicente Barreras,
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